28/7/22

Elvis

 


En su última producción, el australiano Baz Luhrmann (Moulin Rouge, El gran Gatsby), afincado en la provincia de la extravagancia y el exceso, propone una cabalgata por hitos de la vida de uno  de los grandes mitos artísticos del siglo pasado, Elvis Presley.

Director de brocha gorda si los hay, no hay que pedirle exactitud en la data biográfica, ni una reflexión sobre un hombre que de la más extrema pobreza llegó a ser uno de los más ricos de su país, malogrado tanto física como artísticamente demasiado temprano. Sí hay que pedirle que nos entretenga con sus cristalitos de colores y nos emocione. Y justo es decir que  lo logra con creces.


 

Para eso cuenta con una producción generosa y una multiprocesadora de última generación en cuanto a recursos musicales y de montaje, donde macera las voces del prócer, de quien lo imita, y de varios artistas contemporáneos, además de una reconstrucción de época ampulosa. Más que decir que Luhrmann “escribe” con la cámara podríamos decir que “remacha”, poco queda librado a la imaginación. Elvis es lo máximo que se le puede pedir a un biopic que se ofrecerá de tarjeta de presentación a las nuevas generaciones para que se acerquen a la existencia del ídolo del pop que precedió a The Beatles y a Michael Jackson, entre otros. Un muchacho apolíneo que hacía que las muchachas gritaran orgásmicamente ante sus contoneos de pelvis, que desparramaba un salvaje erotismo sobre los escenarios con sus gritos, que erizaba los pelos de la nuca de los padres y de las asociaciones encargadas de velar por el buen gusto y las conductas apropiadas de la época.

Ahí están la infancia paupérrima en medio de poblaciones negras, la absorción de su asombrosa música por parte de un muchacho blanco que gozaba de la fortaleza de dos toros porque al nacer se había quedado con las energías de su mellizo, fallecido durante el parto. Ahí están el pegoteo con la madre y el vacío dejado por un padre que parece pintado. También vemos al artificioso coronel Parker (Tom Hanks, con un maquillaje tan exagerado que lo ha transformado en Jabba El Hut de El retorno del Jedi) dispuesto a llenar cualquier hueco en la vida del muchacho, desplazando a madre, padre, novia, y a cualquiera que se le ponga al lado, en pos de guiarlo hacia la generación de dinero en demérito del bienestar artístico, físico y emocional de su protegido. 


 

 Luhrmann deja en manos del coronel la narración, y la voz de Hanks –como la de un encantador de serpientes- nos acompaña en el proceso de saneamiento del héroe: su emasculación durante los dos años de servicio militar en Alemania; el encapsulamiento en 31 bodrios hollywoodenses que lo transforman en un robot que canta desde los ritmos más azucarados a canzonetas italianas y que demuestran que lo suyo no era la actuación; el largo romance con Priscilla (Olivia DeJonge), una menor de 14 años que recién tuvo el permiso para casarse a los 21, mientras Elvis entraba y salía de Ann Margret, Rita Moreno y Natalie Wood, entre una pléyade infinita de desconocidas. Saneado el héroe también lo es el espectador: no fueron los músicos los que le brindaron la primer anfetamina al cantante para que rindiera más, sino un compañero del ejército para que tolerara mejor los rigores del entrenamiento. Amén que Elvis sentía una poderosa atracción hacia las adolescentes…

El espíritu castrador del coronel no logra imponerse ante la asfixia espiritual, creativa y material de Elvis: en el año 1968 necesita un desafío artístico, resucita la llama rebelde y graba un especial televisivo -a espaldas de la larva explotadora-  que lo vuelve a catapultar a los primeros puestos en las apetencias del público. A esto seguirán infinitos conciertos en Las Vegas, una cárcel –otra- en que lo encierra el coronel, transformándolo una vez más en una vaca generadora de ingresos sin importar que la pastura que ingiere esté infectada de drogas medicadas en cantidades asombrosas. Boqueando, con la apariencia física de su mánager, aprisionado como un matambre dentro de jumpsuits diseñados especialmente para él, llegará a los 42 años, habiendo perdido en el camino a Priscilla y el dinamismo artístico que lo propulsara al estrellato. El proceso saneador en esta segunda etapa de la carrera del astro borra su alianza paranoica con el presidente Nixon y el FBI, para salvaguardar los valores estadounidenses de la amenaza roja o hippie, para el caso da lo mismo. En su lugar, Elvis aparece como un demócrata llorando los magnicidios de Martin Luther King y Bobby Kennedy. 


 

 Lo cierto es que dentro de los espasmos narrativos de Luhrmann, más moderados en la segunda parte del film, hay detalles para conjeturar que Presley nunca dejó la adolescencia, que siempre estaba rodeado de sus amigos (“la mafia de Memphis”), que complacía a todo el mundo con tal de no quedarse solo, y que necesitaba ser guiado. Por eso la vulnerabilidad fronteriza con la sumisión ante las figuras de la mamma y el manager.

Austin Butler se luce con su imitación del astro. Físicamente es muy parecido, aunque su rostro de perfil se asemeja más al de Elvis que de  frente: el astro, de joven, tenía unas mejillas lijadas en seda; las de Butler son redonditas como manzanitas. También la gestualidad es apropiada, y su voz, que aparece en ciertas canciones, aceptable.


 

 En Luhrmann hay más de una idea feliz que aprovecha las potencialidades del medio cinematográfico: juntar en una misma secuencia la fusión de dos estilos musicales provenientes de la minoría negra, ambientándola en el ámbito paroxístico de una iglesia en la que sus integrantes necesitan ser exorcizados, es un hallazgo. El complot para crear el especial televisivo de regreso se da en torno a las desvencijadas letras que anuncian el cartel de Hollywood, subrayando lo deteriorada que está la carrera cinematográfica del ídolo. Un paseo por la calle junta a Elvis con dos figuras nutricias de la música interpretados por artistas de color, de manera tan artificiosa como podría darse en un musical clásico de la MGM.

Las tareas de saneamiento no hieren al personaje ni al film como lo hicieran con el pobre Freddie Mercury en la banal Rapsodia Bohemia. Y si bien es menos ajustada narrativamente que la biografía musical de Elton John (Rocketman), hay segmentos en Elvis que muestran una creatividad en la puesta en escena y en recursos de montaje de la que Ken Russell, como precursor, se sentiría orgulloso.

23/6/22

The Offer

 


El padrino (1972) es uno de los films más queridos por muchos espectadores y, además de ser muy exitoso, tiene su propia mitología. Francis Ford Coppola construyó una prodigiosa máquina narrativa, apoyado en las glorias visuales del director de fotografía Gordon Willis y con la base de la novela de Mario Puzo, uno de los mayores best sellers de todos los tiempos. Su gestación tuvo que superar numerosos obstáculos hasta que el producto llegó a las pantallas, el 15 de marzo de 1972. Tal proceso es la materia que alimenta a The Offer, la miniserie en 10 capítulos de Paramount +.

Conocidos son los relatos  sobre tamaña empresa del propio director y de Robert Evans, director del estudio, responsable de dar luz verde a films como El bebé de Rosemarie e Historia de amor. Si una voz faltaba escuchar era la de Albert S. Ruddy, el verdadero productor de la película. The Offer llena ese vacío y es así como seguimos  las múltiples vicisitudes guiados por la estampa y prestancia actoral de Miles Teller (Whiplash, The Spectacular Now, Top Gun: Maverick).

 

Ruddy tenía como antecedentes el trabajo en una empresa de computación y la creación de una exitosa serie televisiva y de dos películas menores cuando decidió embarcarse en la aventura. Amparado por Evans, con una alta dosis de audacia, acicateó a Puzo y Coppola para que terminaran un guion, consiguió que los mandamases aceptaran a Marlon Brando en el papel de Don Corleone –muy resistido por su divismo en los sets y una seguidilla de fracasos de taquilla-, y un actor casi desconocido en el rol de Michael: Al Pacino. Todas estas batallas –y otras que no vamos a enumerar- están narradas con agilidad. El guion abunda en información para que el espectador no se pierda en la referencia a tal actor y tal film, pero no agobia. La ambientación de la época es muy adecuada y el montaje parece seguir el pulso vital de Ruddy, hombre de grandes zancadas y logros que -aparentemente- no comprometían su dignidad.

A los innumerables pedidos de Coppola, a los intentos de recorte de presupuesto que intentaban los ejecutivos del estudio, interesados en hacer de las películas productos más que expresiones artísticas (la Paramount estaba en manos de una empresa petrolera, la división películas ocupaba una parte minoritaria), se suma que Ruddy también tuvo que enfrentar los requerimientos de la mafia neoyorquina, más precisamente de la familia Colombo. Los muchachos estaban preocupados por la imagen que la película podía crear de ellos y exigieron la lectura del guion, buscando con lupa todo aquello que intentara ridiculizar a la comunidad ítalo norteamericana, acordando finalmente que se suprimiera la palabra “Mafia”. Ruddy cruzó límites èticos al trabar amistad con Colombo (Giovanni Ribisi), provocando la ira de más de un ejecutivo,  pero también consiguiendo que los permisos para filmar en locaciones se expidieran sin trabas y los sindicatos no dificultaran la producción.


 

La ficción que crean los guionistas tiene su punto fuerte en esta relación de la producción de El padrino con la misma Mafia, ya que hay detalles y situaciones que no se conocían en profundidad y son los que aporta la memoria de Ruddy. Otro de los puntales es la creación de personajes vívidos, que alternan frases para la posteridad con situaciones que relacionan las minucias de la producción con sus vidas cotidianas.

Ruddy, con la áspera masculinidad otorgada por Teller –que recuerda en mucho a la de George C. Scott- lleva a tal punto su cruzada que deja una hermosa novia atrás. Su secretaria Bettye, una rubia con una personalidad muy amiguera con los poderosos que le rinde jugosos dividendos a su jefe, está interpretada por Juno Temple, con un encanto similar al que suele emanar nuestra Inés Estévez en sus mejores interpretaciones. El excéntrico Robert Evans pierde una esposa –la bella Ali MacGraw- en el proceso pero gana un lugar para la posteridad por defender con argumentos y frases brillantes un film que veía como un número puesto. Interpretado por el inglés Matthew Goode, con gestos ampulosos y suave ironía en su tono de voz, queda muy bien parado. Colin Hanks interpreta un ejecutivo bilioso encargado de hacerle la vida imposible a Ruddy, Evans y Coppola en su afán por achicar gastos.  Y Burn Gorman, como Charles Bluhdorn, el jefe de la compañía petrolera, si bien roza la caricatura con sus arranques a lo Dr. Insólito, los atenúa cuando se relaciona con la avispada Bettye.


 Las veleidades artísticas de Coppola nunca lo hacen antipático. Por el contrario, tal como es encarnado por Dan Fogler, como un pequeño San Bernardo juguetón, resulta encantador. Ribisi se lleva las palmas como el capo di tutti capi; otra vez, si bien roza la caricatura, el guion y la interpretación le otorgan una calidez y una estatura que hacen comprensible que Ruddy no tema declararse su amigo.

Oh sí, también hay lugar para ver de dónde provienen frases como “Leave the gun. Take the cannoli” o cómo surge la idea de preparar salsa para los fideos en pantalla. También el cinéfilo descubrirá a Lou Ferrigno, El increíble Hulk de la serie televisiva, haciendo de Lenny Montana, un hampón que tendrá una importantísima intervención actoral en la película.

 

The Offer crea un mundo de luces rutilantes que integran la oscuridad del crimen organizado con la naturalidad con que en El padrino se puede matar a un cuñado. Una derivación harto lograda del producto original –hasta vemos cómo se escenificaron ciertas secuencias o cómo hizo Brando para seducir a a una platea improvisada en el sofá de su casa y quedarse con ese papel inolvidable-, el grado de verosimilitud que destila permite que olvidemos que se trata de otra iteración de la consigna business is business


 

 

18/2/22

Spencer

 

Desorientada en sus propios pagos, Lady Diana (Kristen Stewart) se aproxima en un descapotable rojo sangre al castillo de Sandringham, donde pasará la Navidad con la familia real. Ya lleva casi 10 años de casada con el príncipe Carlos (Jack Farthing, de sorprendente parecido facial a Julianne Moore) y se ha enterado que le ha regalado a su amante Camila (Emma Darwall-Smith), un collar de perlas exactamente igual al que va a regalarle a ella.

Este es el punto de partida del nuevo film del chileno Pablo Larraìn (Tony Manero, Post Mortem), en el que repite una estrategia que le rindiera frutos en Jackie (2016): hacer ingresar al espectador en el sentir de un personaje histórico. En aquel caso era Jackie Kennedy, aquí una Diana Spencer muy alejada de los almidones y brillos de la revista Hola.


 

En la cena de Nochebuena, rodeada de figurones que controlan cada milímetro de sus movimientos, la tensión que experimenta la muchacha lleva a que el collar se desgrane, cayendo algunas perlas en la sopa de crema de arvejas. Contada desde su punto de vista, la escena es un logro que trasmite al espectador la incesante turbación que experimenta esta heroína gótica moderna. No sólo se siente apresada por las miradas de sus parientes, los sirvientes también colaboran en la empresa real. Incluso le han puesto un cancerbero (Timothy Spall, tan disecado como un bacalao) que, como un director de tráfico, la guía sobre lo que sería conveniente hacer para cumplir los protocolos atosigadores o para que se reencuentre con un fantasma, la decapitada Ana Bolena, sorora en desgracia de tantos ensueños y pesadillas.

Entre lujos de vestuario y escenografía, la pobre Diana va dando tumbos en busca del atracón nocturno que compensará momentáneamente las expulsiones orales de su estómago en incontables visitas a los inodoros reales. También volverá -desobedeciendo la ley y el orden-  a la ruinosa casita de los viejos en noches de insomnio, en busca del consuelo que no encuentra por ningún lado, salvo en sus hijos y en su mucama y amiga Maggie (Sally Hawkins, notable como es usual en ella), y en algún chef que se conduele de sus miserias.  


 

Posando como una figura de Playmovil ante las cámaras de los fotógrafos, siempre ávidos de su esencia para construir a la princesa del pueblo, invocando en relámpagos de memoria a un padre protector, del que quedan jirones de ropa cubriendo a un espantapájaros, Diana entrampada en el castillo boquea como pez fuera del agua.

Spencer es un film irregular, como lo era Jackie, pero bastante imaginativo en muchos de sus tramos, preñado de presagios y atmósferas turbias que le quedan bien a esta figura tan satinada por los medios. Cuento de hadas negro, tiene en la Stewart una intérprete arriesgada que sabe dar una actuación expresionista:  quebrada por dentro, adopta posturas más adecuadas en el robot de Metrópolis (Fritz Lang, 1927). No hay más que observar cómo ladea su cuello, rotos los tensores que amasijan la carne con los huesos, para darle chapa de gran actriz.


 


2/2/22

Licorice Pizza

 


El nuevo film de Paul Thomas Anderson (Boogie Nights, Magnolia, Petróleo sangriento, El hilo fantasma) es una buena excusa para volver a visitar una sala de cine, dados su virtuosismo técnico y su alta calidad audiovisual. Ambientado en el lugar en donde se crió y todavía vive el director, -el Valle de San Fernando, en 1973-, narra la historia de amor entre un muchacho de 15 años y una mujer de 25.

El lugar es importante porque es el patio trasero de Hollywood, y está habitado por individuos con sueños de triunfar en la industria del cine pero que, dada la alta tasa de frustración en sus cometidos, pueden derivar hacia otras iniciativas comerciales, tan irrazonables como las que encara Gary. A tan temprana edad intuye que su pasado como actor infantil está quedando atrás y puede iniciar un negocio de venta de camas de agua, o anticiparse a la despenalización de las máquinas de Pinball en California e instalar un local poblado de ellas. Es tan emprendedor, tan seguro e independiente para su edad que parece mayor, y no duda en declarársele a Alana que, entre la sorpresa y la curiosidad, lo secundará en varias de sus aventuras, a la vez que va encontrando un lugar en el mundo. 


 

Las constricciones morales de nuestra época mantienen a la historia de amor dentro de los límites de la castidad, y sirven de hilo argumental para una visión caleidoscópica de la vida en el Valle. A la manera de la novela picaresca, Anderson elige una estructura argumental parecida a la de La dolce vita (Federico Fellini, 1960), donde el recorrido vital del protagonista servía como radiografía de una época de Roma, atravesando distintos episodios que pueden mostrar los abusos policiales de la época, la facilidad con las que los gerontes podían conseguir una mujer joven embobada con la fama, o que un peluquero devenido amante de una estrella famosa podía repartir necedades a troche y moche.

Como se observa, no todo es rosado en el mundo de Anderson. Bajo la apariencia de la comedia romántica subyace el tema que le es común a toda su filmografía: las relaciones de poder que informan todo vínculo humano. Las vimos entre padre e hijo en la extraordinaria Petróleo sangriento; entre maestro y discípulo en la hipnótica The Master; entre los miembros de un matrimonio en la sofisticada El hilo fantasma. Aquí la relación entre los protagonistas es asimétrica en cuanto a la edad, niveles de independencia económica y capacidades: Alana puede conducir autos, lo que es todo un valor en una ciudad en donde nadie camina ni toma autobuses. Pero mientras el muchacho depende de ella en cuestiones como ésa, sus bases están sólidamente establecidas a nivel social y laboral. El deambular de Alana por distintos ámbitos y situaciones hará que su personaje crezca y encuentre la estabilidad identitaria  que Gary posee hace mucho tiempo. Y ese deambular permitirá al espectador sumergirse en el bajo vientre de una sociedad que detrás de situaciones glamorosas esconde la hediondez de una cloaca.


 

Hay homenajes a las ya por entonces veteranas estrellas de Hollywood: Lucille Ball y William Holden aparecen apenas disfrazados en dos secuencias del film, la primera amenazando con castrar a Gary por una mofa que el joven le hizo mientras escenificaban un número musical en vivo para la televisión; el segundo - a través de un afable Sean Penn-, seduciendo a Alana para que sea su audiencia y después descartándola cuando consigue un público más numeroso.

Las mejores secuencias del film tienen a Jon Peters (el popeyesco Bradley Cooper) como centro irradiante; escasea el combustible por un embargo que los árabes impusieron al Imperio estadounidense y necesita llenar el tanque de su descapotable para acudir a una cita con Barbra Streisand (que será su compañía romántica durante 9 años y a quien le producirá Nace una estrella. El ex peluquero será el símbolo del Hollywood por venir: su liaison con la estrella lo conducirá a originar Flashdance, El color púrpura, Top Gun, el Batman de Tim Burton, entre otros sucesos). Anderson lo pinta con las tonalidades burlonas de un hombre de Cromañón, amenazante, despótico, casi un psicópata, a la busca de carne en que estampar sus dientes.


 

 Tras su paso tan ridículamente devastador, Alana quedará afianzada; ya no satélite de un hombre sino conductora de su propio destino (la metáfora del camión). Será voluntaria en la campaña de un político municipal pero ya estará lo suficientemente avispada como para separar la paja del trigo y ver más allá de las apariencias. Tanto verá que descubrirá a un muchacho sospechoso que podría ser el doble del francotirador de Nashville. El homenaje a Robert Altman, uno de los precursores de Anderson, va acompañado por otro al Taxi Driver de Scorsese, cuando Alana como sosías del personaje que interpretaba Cybill Shepherd le transmite su inquietud ante aquella acechante presencia a un compañero de campaña.


 

Más allá de la miríada de intertextos a los que el film alude -su título es el nombre de una cadena de disquerías que frecuentaba el director- nunca se pierde en un vórtice infinito como sucede en el caso del último opus de Tarantino,  Había una vez en Hollywood, porque la altura con la que se mide Anderson es la de los seres humanos y no la de los mitos. Gary y Alana son un muchacho con acné y una mujer con rasgos faciales modernistas con los que uno se puede topar en la cola del supermercado, que sufren con las incomodidades que la Historia de su país les inflige (el negocio de los colchones de agua perece por la crisis del petróleo); los actores que los interpretan no son super estrellas y trabajan por primera vez para la pantalla grande (uno es el hijo del actor fetiche de Anderson, Philip Seymour Hoffman; la otra, una de las figuras del grupo musical Haim). La autenticidad emocional y el desenfado que trasuntan en sus encuentros y desencuentros lucen naturales, nunca prefabricados.

Y Licorice Pizza es uno de los mejores films del segundo año de la pandemia del coronavirus, una fiesta inagotable para muchos de los que amamos el cine, con su capacidad para entretener y expandir imaginaciones siempre ávidas ante lo imprevisible, maravilloso y artero que reside en lo humano.