25/12/10

Yo soy el amor

El cine italiano -sacando algún film aislado- hace rato que tiene sus luces apagadas, si comparamos con lo influyente que fue durante el siglo XX. El neorrealismo, Rossellini, Fellini, Visconti, Antonioni, Pasolini, Bertolucci fueron aportes altamente significativos a la cinematografía mundial, para no hablar de la comedias de Dino Risi, Mario Monicelli y Ettore Scola, entre otros. Algunos films de Bellocchio todavía muestran destellos de aquel fulgor, pero la producción media es inequívocamente mediocre, si uno se atiene a éxitos como Pan y tulipanes, El último beso o la empalagosa La ventana de enfrente. Algunos considerarán excepciones Mi hermano es hijo único, la miniserie La mejor juventud o algunos films de Nanni Moretti (a los que yo le veo muy poco mérito), o recordarán con una sonrisa La vida es bella y a su creador, el insoportable Roberto Benigni. Por eso, con estos antecedentes resulta muy sorprendente un film como Yo soy el amor, de Luca Guadagnino, fruto de un proyecto concebido con la grandiosa actriz británica Tilda Swinton, a la que el director persiguió durante años y que, además de protagonista, ha terminado colaborando como productora.


La trama se relaciona con una familia de la alta burguesía industrial de Milán que ha hecho su fortuna a raíz de una fábrica textil. La muerte del patriarca lleva a que las responsabilidades se repartan entre el hijo y el nieto, que no poseen la misma visión del mundo y de los negocios. Lo que media entre ellos es el personaje de Emma (Tilda Swinton), esposa del primero y madre del segundo. Emma tiene la particularidad de ser extranjera (fue un "tesoro" que Tancredi -coleccionista de arte- se trajo de una visita a Rusia), de cumplir con todas las reglas que exige ser una Recchi -es decir, estar vestida todo el día como para figurar en el Vogue, criar a sus hijos, amortiguar los conflictos entre ellos y el padre, supervisar las comidas y el manejo de la casa- hasta que aparece Antonio, un amigo de su hijo, al que se relaciona con la comida -es chef- y la naturaleza -pasiones soterradas de Emma-, que lo rodea en el lugar designado para abrir un restaurante en San Remo. Emma se hace consciente de su profunda insatisfacción cuando descubre que su hija está enamorada de una mujer y deja a su novio. Estar casada con Tancredi tiene un montón de beneficios -la seguridad y el confort- pero la mantiene en un estado catatónico, sin lugar para la pasión y el deleite.

Como se ve, Yo soy el amor es un simple melodrama (palabra derivada del griego y que significa "drama con música.") Lo que no es habitual es la suntuosidad de su puesta en escena y la elegancia de sus recursos. Por un lado, es llamativo que siendo italiano el film no se permita desbordes sentimentales; hay una economía en la mostración de las emociones más propia del cine inglés. Tampoco hay mucho espacio para los diálogos; el film destella sugestión en base a un refinado lenguaje visual apoyado y sostenido por la riquísima banda sonora de John Adams, que subraya escenas enteras.











Se trata de una verdadera experiencia sensorial que deja mucho al arbitrio del espectador, que se sentirá enormemente defraudado si espera una historia fuerte, novedosa, con una guía en los diálogos. Aquí se trata de sugerir en base a datos de un diálogo (Emma no es el verdadero nombre de la rusa, que fue bautizada así por su marido, quizás proféticamente si tenemos como referente a la Madame Bovary de Flaubert), la imagen o el montaje. La cámara posee una autonomía pocas veces vista, siempre motivada: se escapa de la cena familiar para mostrar la fábrica que produce el dinero que sostiene a esa familia, o a exhibir retratos que establecen relaciones entre los personajes. Un peinado asocia a Emma con el personaje de Kim Novak en Vértigo –el paradigma de la mujer objeto-, tras sufrir la transformación a la que la somete el obsesivo Scottie. Cuando Emma yace junto a Antonio recuerda a la imagen central de El nacimiento de Venus de Botticelli, por su disposición corporal y el cabello enmarcando el rostro. Hay flashbacks que remiten a la vida de Emma en Rusia, que mediante imágenes fulminantes en sucesión la asocian con la comida, la pasión, la naturaleza; hay fantasías (Emma imagina a su hija comentándole su homosexualidad, sentada en un parque; Antonio fantasea con una visita de Emma a su restaurante, más precisamente a su cocina).










El film construye una argamasa audiovisual que dispara referencias: el detalle y la riqueza de la puesta en escena recuerdan al cine de Visconti, por ejemplo, la reunión familiar en el comedor de La caída de los dioses. La escena de amor entre Emma y Antonio sobre el pasto recuerda a la de La hija de Ryan (David Lean, 1970) en el bosque, otra historia inspirada en la novela de Flaubert y con fuerte anclaje visual. La música de John Addams remite a la de Michael Nyman en El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (otro film sobre adulterios y banquetes). Pero sin duda la referencia más fuerte en cuanto al uso del lenguaje viene dada por Con ánimo de amar, de Won Kar Wai, otro relato sobre el adulterio apoyado en lo visual y musical y con leve esquema argumental. Que la suegra de Emma esté representada por Marisa Berenson nos remite también a otro ilustre ejemplo donde lo visual impacta sobre lo narrativo: el Barry Lyndon de Stanley Kubrick.

Y si el nuevo patriarca de la familia Recchi se llama Tancredi, como el personaje de la ópera de Rossini, ese género musical subyace en la puesta en escena de la magnífica secuencia final en que Emma huye de la casa para dejar de estar sofocada y completar su viaje de autodescubrimiento que la depositará en el seno de la tierra, junto a Alberto, rodeada de naturaleza en una caverna que funciona como un útero protector. Atrapada en la red familiar queda Eva, otra “extranjera” a la familia, menospreciada por poseer una fortuna menor, que lleva el hijo de Edo en su vientre y ha aceptado ser un adorno más dentro de esas suntuosas mansiones.

Quienes crean que se ha comentado mucho de la trama se les puede decir que sólo se les ha ofrecido la entrada a este festín; Yo soy el amor es uno de esos escasos ejemplos donde la magia del cine puede llegar a exceder la de lo narrativo con derecho propio, transformándolo en una península de un vasto continente.


 

1/12/10

Cuerpos ardientes



El debut de Lawrence Kasdan como director no pudo ser más auspicioso, un thriller en la línea de James M. Cain (el autor de El cartero llama dos veces), un pastiche de Pacto de sangre (Double indemnity, Billy Wilder, 1944), una de las cumbres del film noir de los años 40. Aquí no están Barbara Stanwyck ni Fred MacMurray pero sí la deslumbrante Kathleen Turner -en su debut fílmico- y un casi novato William Hurt, que le aportan al asunto la dosis de sensualidad y erotismo que el código Hays y sus severas restricciones no le permitieron al director de Sunset Boulevard.

En un tórrido verano en la Florida, un abogado -que se mueve más por los impulsos de su genitalidad que por su raciocinio- se deja atrapar en la tela de araña urdida por la más ambiciosa de las mujeres fatales, que utiliza su sexualidad como poderoso anzuelo. Una vez que ha conseguido su objetivo -que la ayude a asesinar a su marido para poder quedarse con la fortuna-, la mantis religiosa se dedicará a devorar a su macho, haciendo que todas las pruebas incriminatorias apunten en su dirección.

Realizado en 1981, el film abunda en citas hiperconcientes de sus ancestros. En el thriller, el espectador colabora en la construcción del film llenando lagunas y elaborando más suposiciones que en otro tipo de género, ya que es impelido por los desequilibrios cognitivos que provoca la falta de información para generar suspenso. Un thriller será efectivo para el espectador si -entre otras variables- sus suposiciones son superadas por una conclusión inteligente, basada en información generada por lo que ya se vivió y experimentó y no por una razón extemporánea.

Cuerpos ardientes tiene en su protagonista femenina -Matty Walker- una diestra puestista en escena que hace del saber una baza y no devela sus cartas hasta el clímax. Una lectura retrospectiva -una vez concluido el metraje- nos lleva a deducir que esta mujer ha representado un papel en la vida del abogado Ned Racine. Ha fraguado un encuentro -en apariencia fortuito-, lo ha animado a una relación de amantazgo -aparentemente espontánea-, lo va a empujando para que haga suya la idea de asesinato hasta hacerle creer que él lo ha diseñado. Es más, Matty -su nombre como actriz como lo revelará una concluyente y demoledora prueba final- llega a encarnar las palabras "saber es poder" y no dudará en sembrar su recorrido por la vida de Racine con pistas que el enceguecido hombre no sabe ver (la película está narrada desde su punto de vista). De hecho, él es un animal sexual que suele cazar mujeres con uniforme -camareras, enfermeras- y no puede ver que Matty lleva un disfraz.

Muchos de los rasgos del film negro clásico se cumplen puntualmente: el protagonista es un hombre débil, de mentalidad adolescente, arrastrado por una vorágine que lo lleva a su propia destrucción. La mujer fatal no sólo corroe las prerrogativas del ser macho en la sociedad sino que también ataca los cimientos de la familia: otro de los objetivos de Matty es dejar a su cuñada y sobrina sin la herencia correspondiente. A partir de la segunda parte del film, una vez cometido el asesinato, Ned se transforma en un investigador privado que ni siquiera puede confiar en sus amigos más cercanos, el fiscal Peter Lowenstein (Ted Danson, hábil en sus pasitos de baile a lo Fred Astaire que Kasdan utiliza como leif motiv) y el sargento Oscar Grace (J. A. Preston), quienes serán los encargados de ponerlo tras las rejas, en una situación de pasividad absoluta, y quienes le habían advertido acerca de la peligrosidad que entrañaba su relación Matty.

Otros rasgos se ven modificados por el clima de época: ya hemos aludido a la alta carga erótica que el film conlleva y que permite explicitar lo que en los antecedentes del género se suponía. Por otro lado, introduce una variante extraordinaria que es la supervivencia de la mujer fatal. Tamizada por el feminismo de los años 70, Matty Walker es una heroína a la que se le permite cumplir con su deseo y no ser castigada, aunque el film deje en duda si llegó o no a amar a Ned. La escena final de Matty tomando sol en una paradisíaca playa de algún país exótico con la expresión incómoda, insatisfecha, melancólica de su rostro abona la duda. Otra variante es permitir que el típico muchacho estadounidense termine siendo condenado por miembros de minorías (un judío y un negro), depositarios de los ideales de la profesión que él no quiso honrar.

La puesta en escena de Kasdan es cuidada y minuciosa. Utiliza los vahos del calor como sustituto de la niebla que poblaba los films de los 40: los personajes se arrojan cubitos cuando están inmersos en bañeras o ponen sus pectorales a refrescarse de cara al refrigerador. Los cristales que cuelgan en la mansión de Matty emiten sonidos cuya frialdad connota al personaje. El uso de la iluminación para la escena en que Matty le regala a Ned el sombrero Fedora -similar al que usaban Sam Spade o el detective Marlowe- permite que ella se desvanezca y en el reflejo del vidrio de un auto Ned superponga su imagen a la de ella (un antecedente de que él cargará con toda la culpabilidad y ella se esfumará en las sombras). El cambio de foco cuando se están anunciando las condiciones del nuevo y sorpresivo testamento permite que notemos que Matty está siendo observada escrupulosamente por el fiscal Lowenstein. La envolvente banda sonora compuesta por John Barry contribuye a la atmósfera sugerente y ominosa que puebla el film. Y la fotografía de Richard H. Kline sabe combinar bien los rojos y naranjas sensuales con los blancos y celestes frizados.

Kasdan, que como antecedentes tenía los guiones de El imperio contraataca (Irvin Kershner, 1980) y Los cazadores del arca perdida (Steven Spielberg, 1981), deslumbra en su debut y seguirá manteniendo el nivel durante los años 80, generando films que lo tienen también como guionista y director (Reencuentro, Silverado, Un tropiezo llamado amor). En la década siguiente, su aura se debilita (Te amaré hasta matarte, El corazón de la ciudad, Wyatt Earp, Mumford), hasta apagarse con El cazador de sueños en el año 2003.

27/10/10

Atracción explosiva


El nuevo film de Ben Affleck no está a la altura de Desapareció una noche (2007), en principio porque como actor no le llega a la uña del pie a su hermano Cassey (El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, El asesino dentro de mí), que era el protagonista de aquél. Después, porque su personaje hace todo lo posible por caernos simpático para que sintonicemos anticipadamente con su destino final, pero su mirada vacía, su falta de convicción como intérprete lo logran a medias: no nos importa mucho de él como protagonista, pero sí de todos los que lo rodean. Y en este sentido sí que Ben se anota unos puntos: los actores que elige para que lo acompañen en esta aventura son realmente notables, comenzando por el alocado Jeremy Renner (el de Vivir al límite, como su amigo de infancia y socio en los robos a bancos Jem), una bomba de tiempo a punto de estallar, como aquel personaje que Robert Carlyle interpretaba en Trainspotting. Siguiendo por Jon Hamm (protagonista de la serie Mad Men), con el que Ben rivaliza en apostura pero al que no puede sobrepasar en su interpretación: Hamm está muy atinado como el agente del FBI que tiene la convicción de quiénes son los asaltantes pero no tiene todas las pruebas para llevarlos a la cárcel. Rebecca Hall (Vicky Cristina Barcelona), como la enamorada que salta de perplejidad en perplejidad a través de su relación con el personaje de Ben y es capaz de mostrarle una ventana a la vida diferente de la que él ha venido mirando desde pequeño. Y Blake Lively, que sabe sacarle el jugo al papel más endeble emocionalmente, como una ex novia de Ben y hermana de Jem, víctima de la droga; hay una escena en un bar interpretada por ella y Jon Hamm que produce cierta desestabilización al espectador. Otros secundarios notables: Chris Cooper, como el padre de Ben, que lo ha pasado mal en la vida y también paga el precio en la cárcel; Pete Postlethwaite, como el generador de los atracos que Ben y sus amigos parecen esclavizados a cumplir, verdadera imagen del mal.

Las virtudes de Ben, aparte de la sabia elección de actores, se basan en la ambientación -parece conocer mejor ese mundo de la clase trabajadora que Clint Eastwood (Río místico) y Martin Scorsese (Los infiltrados), que también transcurrían en Boston- y en la maravillosa planificación de las escenas de acción, tensas e inquietantes, filmadas más a la europea que a lo Hollywood. Si bien son espectaculares, esas escenas de experto montaje se sienten visceralmente. Ya a nivel de guión, Ben sabe ahorrarle al espectador muchos de esos detalles que anticipan un golpe y nos mete de lleno en el asunto (después de El origen, mi atención se desvanece velozmente si me hacen formar parte de una detallada planificación. Hemos visto muchos films de robos de bancos como para no conocer las convenciones y saber llenar las elipsis).

Ya he dicho: el desequilibrio de este film radica en el protagonismo de Ben como actor, no en sus dotes como director, con su hábil manejo del suspenso y del contenido dramático que tiene entre manos. Creo que cabe esperar más de él, si no se apoya en su desangelado carisma como estrella.

La red social


El nuevo film de David Fincher lo redime de la banal El extraño caso de Benjamín Button y narra una historia de ascenso al poder y traiciones digna de una tragedia shakesperiana. Relacionado con la vida del creador de Facebook, Mark Zuckerberg (interpretado con convicción por Jesse Eisenberg), el argumento gira en torno a un muchacho de gran desarrollo intelectual pero escaso desarrollo emocional y lo que hace para lograr una situación de poder inédita para alguien de su edad. Mark posee el conocimiento pero no las prerrogativas para ingresar a los clubes privados de Harvard -universidad en la que estudia-, clubes donde las chicas se regalan ante los apellidos de alcurnia y los descendientes de las grandes fortunas. Tras ser rechazado por su novia -en una primer secuencia llena de ingenio en que se baten en un duelo verbal- trama una pequeña venganza para dejarla descolocada a través de Internet. Esto da pie a que un par de hermanos gemelos que llevan un apellido de esos rimbombantes lo inviten a la antesala de uno de esos salones privados y le comenten una idea que tienen para interrelacionar a los miembros de Harvard a través de Internet. Mark -asociado con su amigo Eduardo (espléndido Andrew Garfield, de destacada actuación en la miniserie inglesa Red riding) que lo financia- toma el germen de esa idea y lo desarrolla en algo que derivará en Facebook, ocultándoselo a los hermanos convocantes y no uniendo sólo a los miembros de esa universidad sino también de otras del país. Mediante la mefistofélica intervención de un exitoso creador de webs (Sean Parker, creador de Napster, interpretado con sinuosa perversidad por el músico Justin Timberlake), las inversiones que consigue Eduardo no serán ya necesarias y se presentará un quiebre entre los amigos. Gracias a Parker, la red social creada por Mark se expandirá a todo los Estados Unidos y al mundo, transformándolo en multimillonario.

El guionista Aaron Sorkin construye un andamiaje firme para contar esta compleja historia a través de diversos flashbacks que narran el ascenso al poder de Mark, flashbacks que se disparan desde una mesa donde los implicados y sus abogados tratan de arreglar económicamente las diferencias del caso. Los diálogos son acerados y sutiles, muchas veces filosos. La puesta en escena de Fincher (gran director de Pecados capitales y Zodíaco) es acelerada y sofisticada, canalizando densa y copiosa información de manera fácilmente comprensible para el espectador.

Film que es un comentario sobre los valores en que se basan las grandes fortunas que se edifican hoy día en un pestañear, nos muestra a un protagonista animado por una voluntad de poder que consigue sobrepasar las prerrogativas de aquellos que formaban parte de esos clubes selectos a los que buscaba pertenecer en principio. Si la excusa era buscar chicas, el resultado nos muestra que buey solo bien se lame... sobre una montaña de dinero.

23/10/10

Nace una estrella




Hubo una época en que los grandes éxitos del cine comercial podían durar seis meses, inclusive un año en exhibición en los cines. Fue una era previa al advenimiento del videocasete; estamos hablando de los años 70. Recuerdo que Aeropuerto (George Seaton, 1970) estuvo más de un año en pantalla; lo mismo que Juego sucio (Colin Higgings, 1978), una simpática comedia con Goldie Hawn. La máxima estrella femenina que Hollywood tuvo en esa década, Barbra Streisand, también dejó su estela en las pantallas argentinas: Funny girl (William Wyler, 1968), su debut, estuvo más de un año en exhibición, lo mismo que la divertidísima ¿Qué pasa doctor? (Peter Bogdanovich, 1972), una remake apenas disimulada de La adorable revoltosa (Howard Hawks, 1938). El gran film romántico Nuestros años felices (Sidney Pollack, 1973), que la empareja con otra gran estrella del momento -Robert Redford- tuvo una extensa cuota de pantalla, al igual que la remake de Nace una estrella (Frank Pierson, 1976), donde por primera vez la actriz gozaba del control absoluto de la producción.

Streisand decidió ambientar su producción en el mundo del rock. La vieja historia de la estrella en decadencia que ayuda a surgir una nueva potencia del mundo del espectáculo ya contaba con dos adaptaciones previas, ambientadas en el mundo del cine: la primera era un drama realizado en 1937, dirigido por William A. Wellman y protagonizado por Janet Gaynor y Fredric March. La segunda era un musical dirigido por George Cukor en 1954, con Judy Garland y James Mason, que fue muy tijereteado por el estudio en el momento de su estreno. Es la versión que resalta por sus valores estéticos en la historia del cine. La de Streisand nunca ha sido alabada por la crítica pero tiene sus valores, además de haber sido un gran éxito de taquilla.

Streisand, siempre reconocida como gran cantante -aunque a algunos les pareciera muy gritona- como figura de pantalla podía ser menospreciada por su falta de adherencia a los cánones de la belleza clásica ("¡es tan fea!") o por su agresividad, a la que muchos en Argentina (¡tan provinciana en ese entonces!) podían clasificar como más masculina que femenina: los personajes de Streisand se permitían cosas que las clásicas estrellas de la pantalla -digamos una Audrey Hepburn, tan modosita, tan sumisa, tan dependiente de la mirada masculina- jamás hubieran osado, a menos de caer poco simpáticas. Es así que hay toda una galería de personajes que han interpretado Bette Davis o Barbara Stanwyck que podían llevarse por delante un hombre para satisfacer sus ambiciones, desviándose de la conducta que era considerada agradable o conveniente para una mujer, y que terminaban siendo penalizados finalmente con la muerte o el desamor. Distinto era el caso de una Katharine Hepburn, que podía mostrar conductas que eran consideradas masculinas siempre que mostrara su vulnerabilidad y su final dependencia del hombre de marras. Podríamos decir que Kate era un poco excéntrica pero que siempre caía bien. Sotto voce, Streisand no podía nunca ser bien considerada por algunos sectores nacionales por el mero hecho de su pertenencia étnica. A diferencia de muchas estrellas surgidas antes de la década del 60, Streisand no hacía nada por ocultar su condición de judía, lo mismo que Woody Allen o Dustin Hoffman.

En los años 70 Streisand era un ícono que acrisolaba varios valores multiculturales: no temía exhibir un cierto feminismo ni glamorizar su extraña belleza ni tenía que ocultar su condición étnica. Tanta diversidad masterizada desde Hollywood en una época de grandes y abruptos cambios culturales la transformaron en una superestrella que por algún lado de sus variadas facetas pegaba en el espectador y permitía la necesaria identificación. Y eso sin mencionar sus extraordinarias dotes como actriz o cantante, ni su innegable carisma en pantalla.

Por eso, Nace una estrella no es una gran película pero sí un artefacto cultural de su época que a muchos recordará una salida al cine con su novio o novia para ver una de amor que terminaba mal (desde Love Story -Arthur Hiller, 1970- fueron muchas) o su inolvidable tema musical, "Evergreen" (ganador del Oscar a la mejor canción de ese año). Para otros, la posibilidad de ver a una estrella en la madurez de su talento actoral y musical, y también de sus desbordes: es notorio el ego de Streisand, no sólo trató de borrar al director del film de la faz de la tierra sino que hasta usó ropa salida de su propio vestuario y su propia mansión para ambientar el film. Y propulsó la carrera como productor de Jon Peters, su novio de entonces, un ex peluquero que llegó realizar éxitos como Flashdance, El color púrpura, el Batman de Tim Burton o Rain Man.

Nace una estrella exalta el componente emocional que toda película conlleva. Es ese componente el que hace que para mucha gente se trate de una gran película. Si el film les tocó las emociones, se las inflamó y los hizo llorar o reír a mandíbula batiente muchos espectadores consideran que la película es buena. Y está bien, la película los interpeló desde allí y ellos respondieron. Es así que muchos que ven Búsqueda implacable (Taken, dirigida por Pierre Morel en el año 2008), un thriller protagonizado por Liam Neeson en el que se ve impelido a rescatar a su hija de una red de prostitución, lo consideran el mejor thriller de todos los tiempos. No es necesario decir que no figurará ni siquiera como una nota al pié en la historia del cine, pero para esos espectadores que vivieron toda una experiencia durante su proyección, que sufrieron el efecto de la manipulación de sus emociones como si estuvieran en una montaña rusa, la película será tema de conversación en reuniones y ocupará un lugar preponderante en sus recuerdos cinematográficos. Búsqueda implacable es un buen film comercial que sabe qué resortes tocar para lograr determinadas respuestas de sus espectadores. De eso vivía Hitchcock al fin y al cabo, pero... el gran maestro inglés no se quedaba en eso solamente y por eso su obra y su nombre perduran en la historia del cine. (El por qué amerita otra discusión que excede los límites de este ensayo).

Lo mismo sucede con La novicia rebelde (Robert Wise, 1965), ganadora del Oscar en su año. ¡Aquí el combo es irresistible! Una estrella carismática con una voz angelical (Julie Andrews), un capitán endurecido por su viudez y la imposible crianza de sus 7 hijitos, en el marco de una incomparable Salzburgo rodeada de montañas. Entre medio hay una docena de canciones, una más emotiva que la otra, una baronesa que amenaza quedarse con el Capitán, una boda y una persecución por parte de los nazis. Todo ello empaquetado para hacer brotar sonrisas y lágrimas con hábil artesanía por el experto director que había colaborado en el montaje de El ciudadano (Orson Welles, 1941) y co-dirigido Amor sin barreras (1961). ¡Yo mismo he visto unas 20 veces las experiencias de la novicia que inconcientemente no está conforme con su destino!

Nace una estrella comienza poniendo el foco en una audiencia expectante, molesta porque hace más de dos horas que está esperando al cantante de rock que no aparece. Finalmente John Norman Howard (Kris Kritofferson) hace una entrada. Ya está pasado de cocaína. Se olvida la letra de la canción. Comienza una nueva. Su público no está satisfecho. La secuencia refleja a la audiencia que está esperando en su butaca la aparición de la estrella del film: Barbra recién ocupa la pantalla a los 12 minutos, como cantante del grupo The Oreos (en alusión a la galletita: rodeada por dos mujeres negras, Barbra sería la cremita.) Pero su número, cantado en un pequeño bar al que ingresa John Norman, se ve interrumpido por la aparición de la hastiada estrella del rock, que se lleva por delante los reflectores (le quita la luz), discute en voz alta con unos admiradores (impidiéndonos escucharla), etc. Como vemos, las dos primeras secuencias producen gran frustración en el espectador: se nos escamotea a la verdadera estrella del film, se nos impide verla, escucharla. El responsable no es otro que John Norman. Para cuando lleguemos al clímax, Barbra podrá cantar durante 8 minutos seguidos en un primer plano sin cortes, brindándonos plena satisfacción y catarsis, en un tributo a John Norman Howard. Ya es una estrella, ya es viuda; John Norman que tanto jorobaba se ha quitado del medio. Los espectadores, agradecidos, abandonan la proyección moqueando.

Entre ese comienzo y ese final tenemos el cortejo que hace John Norman, -llega a pintar el nombre de ella en una de las paredes de su casa-, una escena erótica muy recordada en la que se solazan en una bañera a la luz de las velas y ella se permite maquillarlo a él como una mujer, a la vez que se hace publicidad encubierta a una lata de Coca Cola, el casamiento ante una juez de paz (negra), el ascenso a la fama de ella, la caída cada vez más pronunciada en las drogas y el alcohol de él, la infidelidad de él que se siente aburrido y vacío porque ella lo deja solo por tanto trabajo que tiene, la pelea entre ellos (ella, en un arranque pasional, llega a clavarle las uñas en la espalda -las uñas de Streisand miden 5 centímetros); él se da cuenta que cada vez es más un estorbo para la carrera de ella y decide apartarse ¿suicidándose en un accidente? automovilístico. Lo lloramos con ella. Y el gran final al que ya aludimos: si un melodrama desde su definición tiene que ver con integrar la música con lo dramático, esa fusión de dos canciones con un crescendo desde lo suave hasta lo acelerado produce un efecto de tsunami emocional.



Es interesante también ver el film en términos de estrategia para glamorizar a su estrella. Incongruentemente, Streisand tiene una luz que se refleja en su cabello cuando acaba de entrar a su departamento y no ha encendido las luces. Esa luz (que viene desde ningún lado a nivel de lo representado) sirve para volver angelical a la protagonista, creando un halo vaporoso en torno a su estridente peinado; el recurso es tan viejo como Hollywood, se utilizaba ya en el cine mudo. Otra forma es connotar a la estrella con la luz o el sol: hay un fundido encadenado que superpone al rostro de la actriz un sol naranja, poco antes que John Norman parta hacia su suicidio. Barbra viste colores claros, John Norman oscuros; va vestido de negro hacia su cita con la muerte. El auto en que él la conduce a su casa la primera vez es una limosina de pompas fúnebres (¿alusión a la pulsión de muerte que se sobre impone en él?)

¿Y el feminismo light de la época? Bueno, se ve en el uso constante de pantalones y trajecitos sastre por parte la protagonista (igual, Barbra tiene piernas muy flacas para andar exhibiendo polleras), por la intención de maquillar al hombre a su imagen y semejanza, por el hecho de pedirle a la jueza de paz que en vez de decir "obedecer al marido" diga "apreciarlo", el impulso por tener una carrera y a la vez un matrimonio ("I want everything" dice una canción), Streisand luciendo una remera que lleva el logo de "Superman" (lo que sirve para promocionar un nuevo disco que lleva ese título), etc.

Quizás lo más conmovedor sea la noción de amor como sacrificio que entraña el film y que habita en gran parte del imaginario del común de los mortales. John Norman se inmola para no afectar a su esposa, para no dañarla con sus conductas autodestructivas, para no afectar su carrera. Y ella se lo reconoce con el duelo posterior y la canción que interpreta en el tributo final, donde elabora la bronca ante su partida con una gama emocional pocas veces desplegada en la pantalla.

De más está decir que para mí Nace una estrella es uno de esos placeres culpables, y que la he visto más de 20 veces. Y de seguro que no vacilaré en volverla a a ver 20 veces más.


 

19/10/10

Gosford Park, crimen a medianoche

En alguna parte hay otra tierra
diferente del mundo de aquí abajo
planeada de manera mucho más compasiva
que el cruel mundo que conocemos.
Allí existen la inocencia y la paz
y todo lo que se desea es bueno,
los rostros son siempre hermosos
y el amor ni envejece, ni se cansa.
Jamás encontraremos esa hermosa tierra
del "Podía haber sido así",
jamás podré ser tu rey ni tú mi reina.
Tal vez pasen los días, tal vez pasen los años
y los mares tal vez nos separen,
nunca encontraremos la hermosa tierra
del "Podía haber sido así".

La música de esta canción fue compuesta por Ivor Novello, un actor que protagonizara El inquilino, dirigida por Alfred Hitchcock en 1927, y que figura como uno de los personajes de Crimen a medianoche, el film de Robert Altman que viene a modificar, expandir y reformular las reglas del policial de enigma, cuyos ejemplos cinematográficos más conocidos son Crimen en el expreso de Oriente (Sidney Lumet, 1974) y Muerte en el Nilo (John Guillermin, 1976), ambos basados en novelas de Agatha Christie.

Como lo hiciera con la comedia (MASH), el western (Del mismo barro), el musical (Nashville), el thriller psicológico (Imágenes), o el film de mujeres (Tres mujeres, Vuelve a casa Jimmy Dean), Altman en Crimen a medianoche toma el género policial en su clave más fría y abstracta -ámbito inglés de clase alta, centralidad de la figura del detective, extrema racionalidad para la resolución del crimen- y lo contamina con su derivación estadounidense -la novela negra-, permitiendo la entrada de lo social (es tan importante en el film el mundo de los criados como el de los señores a los que sirven, estableciendo ambos mundos relaciones de dependencia), ridiculizando al detective (un personaje de clase media, vano e ineficaz, feliz de codearse con los adinerados, despectivo con la servidumbre) y desplazando su tarea hacia la de la sirviente más novata que resuelve el crimen a base de deducciones e intuiciones.
Y si bien la resolución del enigma cierra el film, no radica allí el interés del director, sino en el retrato de los personajes y sus relaciones. No es casual que Ivor Novello (Jeremy Northam), se aparezca en la mansión acompañado de un productor hollywoodense (Bob Balaban), que viene a estudiar el comportamiento de los señores para idear la ambientación de su próximo misterio cinematográfico. El productor trae consigo a quien es -aparentemente- su criado (Ryan Phillippe), pero que en realidad es su amante y un actor en busca de componer un personaje. Todos estos componentes meta cinematográficos -como las abundantes conversaciones telefónicas del productor en las que se deslizan los nombres de varias estrellas de Hollywood como posibles protagonistas de su próxima producción- nos recuerdan que Altman es un director moderno que no sólo está contando una historia sino que está hablando de cuestiones y problemas que tienen que ver con el cine como representación. Es así que el componente actoral posee una centralidad en Crimen a medianoche que viene realzada desde el guión -los sirvientes son denominados con el apellido de aquellos a quienes sirven, borrándoseles así toda identidad- como desde la puesta en escena: el mundo de los de arriba tiene el brillo de la iluminación de una puesta teatral, con lujos de vestuario y joyas, mientras el mundo de los de abajo es como el de los tramoyistas y utileros que sostienen la posibilidad de que esa puesta en escena tenga lugar, mantienen el vestuario y la utilería brillante para que las estrellas se luzcan, vestidos siempre con uniformes de trabajo que borran cualquier característica de individualidad.

Altman también busca diferenciarse de aquellas otras adaptaciones cinematográficas apoyándose en un elenco de actores con más prestigio que cualidad estelar, muchos con gran trayectoria en las tablas. La centralidad de Maggie Smith -actriz manierista por excelencia- a la que se le otorgan los mejores bocadillos, deja una estela que comparten notables como Derek Jacoby, Alan Bates, Helen Mirren, Eileen Atkins, Kristin Scott Thomas, Emily Watson, Stephen Fry, Clive Owen, Kelly MacDonald, etc. También se diferencia en el rol protagónico que le otorga a la cámara que jamás deja de moverse, indagando o recortando aspectos que no deben pasar inadvertidos para el espectador: de hecho la transforma en un espectador más. Esta inquietud de la cámara se diferencia de la puesta en escena de aquellas adaptaciones antes mencionadas, que son estáticas y buscan realzar el componente espectacular de lo que representan y borrarse así mismas, como sucede en el cine clásico. También Altman se distancia del cine clásico al presentar personajes que no llegamos a determinar bien quiénes son, creando cierta confusión en el espectador. No se trata de mostrar un mundo ordenado y claramente clasificado sino de un mundo que se va construyendo ante nuestros ojos a través de relaciones de parentesco a veces poco claras, retazos de diálogos -muchas veces superpuestos- y planos apenas vislumbrados por un hábil montaje.

Mientras que el inspector busca una razón externa para el crimen -ignorando las evidencias que le sugiere su subalterno- Altman la ubica en las entrañas de la mansión, bordándola melodramáticamente como una venganza de dos hermanas y un hijo hacia un señor tan arbitrario y feudal como el que interpretara el mismo actor -Michael Gambon- en El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (Peter Greenaway, 1989), que tiene una familia para exhibir y otra para ocultar. Por eso la melancolía de la canción que inicia este ensayo y que cierra el film: hay castigo y punición para el malhechor, cierta justicia para las verdaderas víctimas, pero si alguien se entera no lo vociferará a los cuatro vientos ya que -pese a su juventud- intuye que nunca encontrará la tierra del "podía haber sido así".

9/10/10

Mi familia


Esta comedia  me recuerda a esos intentos -coronados con la taquilla y los Oscars- que realizara Hollywood para introducir temas sociales hasta hace poco considerados tabú. Aquí se trata de una familia conformada por lesbianas, que han tenido un par de hijos merced a un donante del que no se han preocupado hasta que el hijo esgrime el derecho a conocerlo.

El recuerdo me retrotrae a ¿Sabés quién viene a cenar? (Stanley Kramer, 1967), en que unos padres liberales organizan una cena para recibir al novio de su hija, desconociendo que es de raza oscura. El film aboga por la integración y los matrimonios mixtos. Los padres están interpretados por la pareja adúltera más celebrada de Hollywood, Spencer Tracy (Oscar al mejor actor, otorgado póstumamente) y Katharine Hepburn (ganadora de su segundo Oscar por este film), y el extraño en cuestión no es otro que el encantador Sidney Poitier, toda una estrella de cine él mismo. La química de las estrellas es tan fuerte -es lo único que sobrevive hoy día de un film por demás vetusto y muy amparado en los diálogos- que cualquier rispidez que pudiera suscitarse en la platea queda planchada y almidonada.

Una operación similar realiza la directora independiente Lisa Cholodenko (High art, Tentaciones múltiples). Dos grandes actrices -ninguna con estatus de estrella pero sí protagonistas de grandes éxitos del cine comercial y del cine independiente- como lo son Annette Bening y Julianne Moore, acompañadas por un par de excelentes actores jóvenes y de la sensualidad descuidada de Mark Ruffalo, logran que uno olvide la falta de cotidianeidad con este tipo de familias -aún escucho el grito de sobresalto que emitieron en el cine unas adolescentes de secundario cuando Bening y Moore se besan- y se dedique a disfrutar de una muy buena película, en la que la inminente partida de la hija a la universidad baja las defensas de los vínculos y permite la entrada de un carismático villano, a la manera del Terence Stamp de Teorema, de Pasolini. El personaje de Mark Ruffalo no dudará en seducir -de manera egoísta e inmadura- a uno por uno de los integrantes de esa familia buscando resquebrajar los fuertes lazos afectivos que los ligan. De más está decir que, al final, el orden se restablece: Bening -ocupando el lugar del patriarca- pone los puntos sobre las íes y las cosas vuelven a su curso.

Film independiente con pretensiones de ser rápidamente canonizado y absorbido por el establishment, es altamente disfrutable y emotivo sin rozar jamás la cursilería. Rasgos de ese tipo de cine aparecen en el descuido con que son retratados los actores -en un almuerzo en un patio, la cámara no duda en tomar planos muy desfavorables de la Moore y de Ruffalo, en los que salen con un ojo cerrado, o en mostrar la celulitis de Moore en una escena erótica- en aras de una apariencia de espontaneidad muy lograda. Estamos lejos de los cuidados en la iluminación que son marca característica de una producción hollywoodense clase A; la fotografía es granulosa, los colores un tanto desvaídos, las arrugas en el rostro y cuello de Bening no son disimuladas por ningún tipo de filtro. Pero el film es luminoso y nos deja satisfechos, abrumados por su habilidad para sortear situaciones difíciles y embriagados por la gracia y las dotes de sus actores.

27/9/10

El hombre de al lado

He aquí una película que es demasiado cool para su propio beneficio. Todo está muy cuidado por los realizadores, excepto el desenlace, que luce chapucero y poco convincente. El film se inicia con un plano de una pared que se rompe -en realidad son dos paredes que se rompen porque se ve la acción de un martillazo sobre una pared en pantalla dividida-, un recuadro en fondo blanco, el otro en fondo negro. Así terminaran los dos personajes, igualados por los mazazos que les ocasiona la narrativa, sobre una pared blanca, ubicados a la misma altura dentro del plano.

El conflicto viene dado cuando el exitoso arquitecto Leonardo (Rafael Spregelburd, en una interpretación tan lograda que da la sensación de crear un personaje pringoso), que vive en la casa Curuchet -una edificación modernosa construida por Le Corbusier en La Plata- descubre que su vecino Víctor (Daniel Aráoz, encerrado en un personaje que titila entre la constricción y el exceso) ha abierto un boquete en la medianera para crear una ventana que le permita un poco del sol que a Leonardo le sobra. Como todo en esta película, el boquete deviene símbolo: en realidad se trata de penetrar en la vida de Leonardo, de ocasionar un agujero en esa fachada magnificente que lo lleve a descubrir lo mediocre y vacía que es su existencia, con una esposa repugnante que vive entre el yoga y la necesidad de pedirle un "piquito" como si fuera un canario, una hija ahogada en unos auriculares para no escuchar las sandeces que dicen sus padres, que baila mecánicamente y lo ignora de una manera que Leo no cree merecer. De a poco, Víctor se va metiendo dentro de Leonardo, abriendo nuevos espacios y demoliendo fachadas ante sí y los demás, hasta que finalmente penetra dentro de la casa misma. En la segunda ocasión que lo hace, deviene el desenlace antes indicado, donde una acción criminal -registrada de manera demasiado espontánea y económica- desluce el resultado de todo lo hasta allí expuesto.

Film más descriptivo que narrativo, estructurado en base a las diferencias de clase, exitoso en la representación del imaginario que cierta clase media tiene sobre lo que es distinto y los temores que suscita, nos remonta -en principio- al cuento “Casa tomada”, de Julio Cortázar. Allí dos hermanos de clase media, con una vida asfixiante y estéril, batallan contra una extraña fuerza que- de a poco- los va desalojando de su propio caserón colonial. Con la coartada del género fantástico, Cortázar -antiperonista en los años 50 del siglo pasado- retrataba una alegoría sobre el imaginario de la clase media ante la irrupción de la clase baja promovida por el primer Peronismo. También en el terreno de nuestra literatura está el potente cuento de Germán Rozenmacher, “Cabecita negra”, escrito en 1961, donde ya esa clase a la que se teme -y a la vez se intenta abusar con las viejas prerrogativas- está instalada en el mismo nivel (pero los que no se han apercibido del cambio son los antiguos dueños de la clase media.) En el terreno de la excelencia cinematográfica, dos ejemplos se me vienen a la cabeza: El sirviente (Joseph Losey, 1963), donde un señorito de clase alta termina siendo dominado y manipulado por su sirviente. El guión de Harold Pinter, a través de una mirada absurda, mostraba cómo la clase pudiente que quería seguir viviendo con los ideales del pasado terminaba sometida y arrasada en la Inglaterra de los años 60 ante el avance de las clase baja.

El otro caso, el de El plomero, un film realizado por el australiano Peter Weir en 1979 para la televisión, una antropóloga -muy preocupada por los derechos de los negros africanos y un tanto descuidada por su pragmático marido- caía víctima de sus propios prejuicios tras una batalla con un plomero que se le instalaba kafkianamente en su casa y en su vida, develando en el proceso la brecha social que los separaba para siempre.

En todas estas películas la puesta en escena hace hincapié en la utilización del espacio para desplegar metáforas sobre el poder. En El sirviente, el señorito inglés terminaba en lo más bajo de su condición moral, disoluto en un puff, en medio de una orgía escenificada por el mayordomo en su propia casona. En El plomero, la antropóloga terminaba viendo desde lo alto del balcón de un edificio de departamentos en el que habitaba -propiedad de la universidad-, cómo el plomero era capturado y arrastrado -de un espacio que les pertenecía a ambos por igual- por las fuerzas del orden, merced de una artimaña pergeñada por la mujer.

En El hombre de al lado, esa amenaza dramatizada en Víctor termina asimilada al espacio del arquitecto; el film no deja claro si como héroe o villano, aunque sí ofrece pruebas fehacientes de que Leonardo tiene sus capacidades iniciales mermadas: uno parece vivo, el otro agonizante, pero se trata de un juego de apariencias. Nada dice que Leonardo no esté muerto en vida desde hace mucho tiempo... víctima de las apariencias de éxito que encubren el más triste de los fracasos, y que parte de la fuerza vital de Víctor se haya apoderado de él.

Al fin y al cabo Leonardo ha hecho un esfuerzo a lo largo del relato para asimilar a Víctor, pese a la denigración que de él hace su mujer. Uno puede adivinar -dejando volar un poco la imaginación- que a medida que Leonardo va descubriendo que la vida de Víctor es mucho más soleada que la suya los prejuicios de clase van cayendo como las capas de una cebolla, y aquellos ideales de la educación pública de amalgamar las diferencias sociales detrás de un guardapolvo blanco, dándole las mismas oportunidades al hijo de un nativo, o de un judío, de un italiano o de un polaco emigrados de sus países de origen, los mismos que terminaban igualados por una pelota de futbol jugando en un potrero, funcionan en algún lugar del inconsciente, ya que el film está hablando de la desintegración de la clase media argentina en varias capas, como de alguna forma y en otro registro totalmente distinto lo hacían la formidable Buena vida delivery (Leonardo di Cesare, 2004) o Cama adentro (Jorge Gaggero, 2004)

Y algo de esa fuerza vital de Víctor -quizás impulsada por la necesidad de escalar en lo social- que lo lleva a querer tener una ventana como tiene su vecino, o a levantarse a una chica del mismo nivel social que su vecino, o a diferenciarse de "la negrada" del bar de la esquina, o a juguetear de manera ambigua con la hija de Leonardo a través de un pequeño teatrito de objetos disímiles (un par de dedos, unas fetas de lomito, una banana cortada por la mitad), quizás tenga su origen en la misma brecha de clases que en principio los separa.

Y decimos quizás porque el film está narrado desde el punto de vista de Leonardo, punto de vista con el que los realizadores del film (Gastón Duprat, Mariano Cohn, los mismos de El artista) parecen identificarse, por más autocríticos que se muestren. Vamos, si me apuran un poco llego a decir que el acto final de Víctor parece una forma de corrección política para redondear un personaje al que se teme o desconoce. ¿Vieron qué "cooles" que somos?

Así y todo, El hombre de al lado es un film con más merecimientos que objeciones. Es de tránsito agradable -aunque a veces el personaje de Leo termine siendo sumamente irritante para satisfacer la conciencia culposa de los realizadores- y mueve a la reflexión, lo que no es poco.