28/1/10

El secreto de sus ojos


El secreto de sus ojos es la película nacional más exitosa del año pasado en la Argentina. Y tiene razones para serlo, ya que su director -José Luis Campanella- ha logrado una buena pieza de artesanía que conjuga lo popular con lo mejor del cine de género. Sazonar un buen melodrama y una trama policial con ingredientes varios como el culto a la amistad, la pasión por el futbol y esa melancolía tan propia de los porteños, más el adicional del contexto político -un arco que abarca desde el gobierno de Isabel Perón hasta las postrimerías del de Carlos Menem, en el que la justicia como institución se muestra como una máquina burocrática susceptible a los alientos del poder político de turno- hacen que la receta sea irresistible. Más si se le suman dos íconos populares como Ricardo Darín -destinado a ser la gran estrella del cine nacional desde Nueve reinas, con su imagen de hombre galante y pudoroso, idealista e inteligente, capaz de meter sus zapatos en el fango para descubrir su verdad- y Ricardo Francella, un bufo de proporciones que se atreve a aguas más profundas.
Un asesinato ocurrido en 1974 -se encuentra al asesino pero, por diversos motivos, no cumple condena- ha impresionado las retinas de Benjamín Expósito (Ricardo Darín), un empleado judicial que, contemporáneamente, se enamora de su jefa (Soledad Villamil, actriz tan bella y melancólica como expresiva), una abogada recibida en Cornell, de una clase social diferente a la suya. Aquella impresión subsiste 25 años después, lo que lleva a Expósito -ya jubilado- a escribir una novela que le servirá para ajustar cuentas con ese pasado que aún no cerró. Esto da pie para un ejercicio de la memoria, siempre impreciso, con flashbacks -como el del momento de la violación y el asesinato de Liliana- que parten de una foto o de la visita a la escena del crimen, o el de la reconstrucción de los últimos momentos de Sandoval (Francella), en el que Expósito supone que su amigo se sacrificó por él a raíz de unas fotografías que fueron vedadas a la mirada de los asesinos. Y también la escritura da pie a la autoindagación y a la investigación, lo que llevará Exposito a la revelación final de cómo hizo el viudo para sobrevivir al vacío de la perdida de su esposa durante tanto tiempo.

El film está claramente dividido en dos partes. En la primera asistimos a un policial de los clásicos: quién mató a Liliana (el motivo será un crimen pasional). Cuando lo sabemos, pasamos al policial negro (hay un asesinato por motivos políticos) y su trama de corruptelas -insinuada en los manejos judiciales de la primera. El asesino ha sido eximido de su condena por pertenecer a una organización cercana al poder -podemos suponer que es la Triple A; también lo hacen imaginar las distintas letras A que la máquina de escribir se empeña en escribir desfasadas. No hace falta que ningún personaje lo mencione. Que el asesino sea un custodio de Isabel Perón mientras es presidenta (en una imagen de noticiero trucada a lo Forrest Gump) dice más que mil palabras. La prosecusión de la investigación hace que Expósito deba sufrir un exilio interno -irse a vivir a Jujuy bajo la protección de Irene y su familia (que posee un feudo allí, algo que no nos parece inverosímil en el contexto de nuestra realidad nacional).
Los 25 años transcurridos desde aquellos hechos llevan a Expósito a darse cuenta que su existencia ha derivado en un vacío. No es el único; Irene también ha cumplido con todos los mandatos de su clase -se ha casado, ha tenido hijos, ha ascendido profesionalmente- pero también ha naufragado en el vacío. Ambos personajes harán justicia a las reglas del melodrama cuando acepten unir sus vidas tras tantas dilaciones y postergaciones. No sin que antes Expósito averigüe qué ha sucedido con el asesino de Liliana y su viudo. Una visita a las afueras resultará develadora. Se ha hecho justicia, una forma de justicia en un país donde la justicia es una quimera manejada por los políticos. La condena a cadena perpetua se ha cumplido, se está cumpliendo efectivamente. El viudo de Liliana ha sabido cómo llenar su vacío.
La mirada es un principio constructivo del film. No sólo las que se arrojan Expósito e Irene, que hablan del amor que se tienen y no se animan a expresar, también la del asesino hacia su futura víctima a través de una serie de fotografías. La mirada del pasado que tiene Expósito tiene la cobertura del thriller cinematográfico -no vemos quién está violando a Liliana- o del melodrama -la eterna despedida de Irene en el andén del tren: años más tarde ella no la recordará de esa manera.
Otro de los principios constructivos es el de las puertas: se abren, se entornan, se cierran. De hecho Expósito observará desde una puerta entornada (la puerta cerrada de) la celda final en que está el asesino. El film se cierra con un encuadre de una puerta cerrada del despacho de Irene: allí sucede algo muy privado, se discuten las alternativas de la consolidación del amor tanto tiempo postergado con Expósito.

Como siempre cuando un film nacional alcanza tanta trascendencia se escuchan voces discordantes acerca del verosímil empleado en los diálogos ("No se hablaba así en los años 70") como si el film debiera ser un documental arqueológico, o en la forma de representar a una institución: "la justicia no funciona de esta manera en este país". Los responsable del film crearon ese verosímil de la justicia nacional, tan respetable como cualquier otro en un film de ficción. Son objeciones menores derivadas de la tiranía a la que somete el realismo, que no es más que otra forma de representación y no la única; me parece que lo importante es destacar que El secreto de sus ojos es un film comercial muy bien realizado, que se inserta en el debate actual acerca de si se puede seguir adelante en un país sin memoria ("Olvídese Expósito, dé todo por terminado") y sin alguna forma de justicia que repare las heridas de las víctimas.
El film parece decir que cuando se haga justicia se podrá dejar de vivir en el pasado para conquistar el futuro y empezar a sentirse pleno.

22/1/10

Ojos bien cerrados

Estas reflexiones sobre Ojos bien cerrados (1999), fueron escritas a poco de la muerte de Stanley Kubrick, mi director favorito, en el seno de un curso que dicté sobre él:


Dentro de la filmografia de Stanley Kubrick este film postrero parece ser el más cercano a sus intereses. No sólo está uno de sus autores favoritos —Arthur Schnitzler es el autor de la novela que le sirve de base- sino que también está presente el espíritu de uno de sus directores predilectos, Max Ophüls, que abrevó en la obra del escritor en dos de sus más famosos films: La ronda y El placer. El recorrido del héroe de Ojos bien cerrados está adherezado por los elementos de estilo que ya hemos visto en otros films del director: una frontera intangible entre el realismo y el surrealismo, entre la vigilia y los sueños que lo sitúa en esa zona de su filmografía conformada por Lolita y Dr. Insólito.
Lolita se iniciaba con un viaje — la imagen de un auto se hundía en una ruta- que tenía la cualidad imprecisa y onírica de lo surrealista. El humor del personaje de Quilty, más matizado en este film, preside las repeticiones y asociaciones casuales que van entretejiendo el relato: la frase "¿Quieres ir adonde termina el arco iris?", pronunciada por una de las muchachas que pugnan por seducir al dr. Hartford (Tom Cruise) en la fiesta de Ziegler (Sidney Pollack) encuentra su correlato en la tienda "Rainbow fashions", donde se da una cierta situación de pedofilia, lo que vincula el film directamente con Lolita y con El mago de Oz, donde Dorothy, la protagonista, realiza un largo periplo por un mundo onírico para terminar dándose cuenta que no había lugar como el hogar, algo similar a lo que descubrirá el doctor. Otras asociaciones: tras asistir como voyeur a una orgía, el dr. Hartford regresa a su departamento y descubre que su mujer (Nicole Kidman) estaba soñando con ser la protagonista de una orgía. Buscando el paradero de un amigo pianista que ha desaparecido un poco misteriosamente, el Dr. Hartford inventa que debe darle unos análisis que son importantes para su salud. En una escena posterior, se entera que una prostituta con la que casi tiene relaciones sexuales ha recibido unos análisis que le confirman que es HIV positiva.

Por otro lado, esta insólita comedia romántica revela un lado moral. El tema es la fidelidad, y todo lo que pueda ponerla en peligro aparece como peligro mortal para el protagonista. Esto lo podemos ver a través de tres secuencias que insertan al personaje dentro de un amplio friso social. La primera es la del baile en la casa de Ziegler, donde debe socorrer a una prostituta con la que éste —un hombre casado- ha tenido relaciones. La muchacha es víctima de una sobredosis que pone en peligro su vida (alguien siempre pierde en el adulterio). La segunda es la de la orgía a la que concurre a espaldas de su mujer, donde Hartford es descubierto como un infiltrado en ese medio y es obligado a desenmascararse. De poco le sirve ahí su identidad como doctor y su dinero: sus contrincantes son infinitamente más poderosos y pueden darse el gusto de jugar con él (como lo hará Ziegler ante la mesa de billar más tarde). El castigo podría haber sido peor (aunque siempre penderá una amenaza mortal sobre él y los suyos) si una dama misteriosa no ofrendaba su vida a cambio de la suya (¿Amanda Curran le agradece de esta manera el haberle salvado la vida cuando lo de la sobredosis? ¿La vida de Amanda no tiene valor en ese mundo de imágenes descartables y decide "suicidarse" de manera altruista, ayudando a otro que tiene lo que ella no tiene, es decir, una familia? No conocemos las motivaciones de Amanda y las causas de su muerte quedan bajo un manto de confusión). En la tercer secuencia, la final de la película, el dr. Hartford ya se ha confesado ante su mujer (aunque no se nos muestra qué le confiesa) y, tan desorientado como siempre, le pregunta qué deben hacer. Se hallan en una gigantesca juguetería, rodeados de juguetes —oso y tigres, uno de ellos nos recuerda al que tenía la prostituta Dominó sobre la cama- en serie (al igual que se hallaban rodeados de personas que parecían imágenes en la fiesta —"no veo ni un alma" había dicho él-, o rodeado de máscaras en la orgía) y ella le dice que en ese mundo lleno de peligros han sobrevivido y que el mejor tesoro que poseen es el de su intimidad, con sus pro y sus contra, pero es lo que tienen. Y ahora que el está despierto —uno como espectador duda que lo esté ya que todo debe preguntárselo a ella- deben dedicarse a hacer lo que él buscó fuera del matrimonio: coger.


¿Qué sucederá con ellos? Una pista nos la puede dar el uso que Kubrick le da al vals de Shostakovich. Aparece en tres momentos del film: durante las imágenes iniciales, que dan idea de cotidianeidad matrimonial (el dr. Hartford apaga el equipo de audio del que brota el sonido, o sea que era sonido ambiente). La segunda vez, siguiendo la rutina laboral del doctor atendiendo en su consultorio y de Alice atendiendo a su hija en casa (aquí es como "musicalización", viene como tocado por el "narrador Kubrick"). La última vez es como fondo de los títulos finales del film, después de la escena en la juguetería. Si en las dos primeras ocasiones se connotó a esa música con sentidos que tienen que ver con lo rutinario, el más allá de la historia de este matrimonio podría apegarse a las mismas connotaciones, más si se ve en su recurrir a ella como un cierre de tipo cíclico. Bill y Alice seguirán juntos, pero rodando como en un vals, haciendo círculos sobre lo mismo... (Una lectura más positiva conectaría el tema del vals con La ronda de Ophüls y la función que se le asigna allí: el vals es necesario para que siga la ronda del amor).

Escuchá el Vals Nro. 2 de Dmitri Shostakovich

Es obvio que el concepto de lo que es el amor es harto complejo en Kubrick, y aparece descarnadamente desprovisto de los azúcares con que suele bañárselo. No se lo puede pensar como algo que se da de una vez y "para siempre", como le gustaría al acomodaticio dr. Hartford (y a las niñas y al Jack Torrance de El resplandor, que pronunciaban la misma frase y que ya estaban del lado de lo muerto y lo congelado en el tiempo) para acallar las dudas que la confesión de su mujer le despierta, que ponen en serio peligro una identidad tediosamente construida en base a un rol social —ser médico; resulta patético cómo muestra a cada uno su identificación- y el dinero que de ella se deriva (pocas personas han gastado en tres días tanto para no conseguir más que lo que ya tenían). Lo que la confesión de Alice pone en evidencia es que se halla ante una máscara —un yo tan débil y temeroso que entra en crisis cuando las cosas (que su mujer pueda desear a otro hombre) no encajan en esos esquemas condicionantes con los que ha crecido. En este sentido, Ojos bien cerrados casi hace un cartel de neón de su título: el dr. Hartford no escapa del destino de otros personajes de Kubrick, manejados para "parecer" mejores en el sistema que se desempeñan. Claro es que Alice —relacionada con el arte y en ese momento desocupada- prefiere mirarse a sí misma en el espejo que dejarse llevar por los reflejos condicionados de su marido, una especie de Hal -la computadora de 2001, odisea del espacio- que atrae las pulsiones de muerte que se hallan por los alrededores. Para salir del atolladero, Alice proclama que la relación debe renegociarse constantemente —"no digas para siempre"- y que al convencional "hacer el amor" hay que adosarle la dosis de salvajismo propia de los monos de 2001 ("coger"). Como se ve, el concepto de "amor" en Kubrick supone que uno de los miembros de la pareja siga los deseos del otro —relación de poder, el más conciente triunfa- e implica una dosis de violencia regulada por la misma pareja para permitir la supervivencia de la misma.


La posición de Alice al cerrarse el film es muy similar a la enunciada por Joker en la escena final de Nacido para matar: vivimos en un mundo de pura mierda —rodeados de imágenes seriadas y letales- pero he sobrevivido y ya no tengo miedo, quiero el culo y las tetas de María Culopodrido...
Para finalizar, hay un aspecto de comedia en Ojos bien cerrados que se relaciona con el subtema de los celos y la obsesión. Para vengar el daño que su mujer le produce con su confesión, Hartford se lanza a una búsqueda maquínica de sexo fácil y, si bien recibe multitud de propuestas, nunca las puede llevar a buen término por uno u otro motivo. En este sentido, Ojos bien cerrados tiene más de un punto de contacto con Después de hora de Martin Scorsese, también ambientada en Nueva York, inserta también en una lógica onírica y delirante, aunque mucho más paranoica. Pero el film de Kubrick tiene un trasfondo mucho más trágico, ya que después de la segunda confesión de su mujer, podemos ver cómo el rostro del dr. Hartford luce "la mirada de las 1000 yardas", mirada que hemos visto en otros personajes de su filmografia y que denota un dolor infinito ante lo vivido.

20/1/10

Sherlock Holmes


Esta nueva versión del clásico personaje de Arthur Conan Doyle tiene más de comedia que de policial ya que la trama principal tiene que ver con la relación entre los dos protagonistas, el famoso detective (interpretado por Robert Downey Jr. con cáustico ingenio) y su ¿fiel? colaborador, el doctor Watson (el sensual Jude Law). Watson ha decidido mudarse del edificio que ambos comparten en Barker Street para comprometerse con una señorita: de ahí en más, asistiremos a una serie de obstáculos planeados por Holmes para que su amigo no lo abandone. El caso policial es la excusa que se erige para mantenerlos juntos.
El film tiene mucho de la serie James Bond (el macguffin que obsesiona a Lord Blackwood, el eficaz villano), y se nota la mano de Guy Ritchie (Juegos, trampas y dos pistolas humeantes, Snatch, cerdos y diamantes) en el ritmo febril que se le imprime al relato y en los reconocidos flashbacks que aportan explicaciones sobre sucesos acontecidos y/o las deducciones de Holmes. Dirigido a un público adolescente -como la mentalidad que reflejan todos los filmes del ex de Madonna-, las mujeres representan más obstáculos y desafíos que posibilidades para el placer y la relajación. No es casual que no destilen sensualidad y que sean más masculinas en sus características que los protagonistas: el personaje de Rachel MacAdams -supuesto interés romántico de Holmes- inunda de color con sus rojos el desvaido tinte utilizado por la fotografía para representar la época victoriana y se muestra liviano de ropas, pero no logra eclipsar el fuerte homoerotismo que el film despide.
Así y todo, el film es harto entretenido y deja abierta la posibilidad para futuros capítulos de una serie.

Avatar


Avatar no es más ni menos que lo que uno espera de James Cameron pero en 3D. Un gran espectáculo con una historia mínima, desbordante de efectos especiales y lo último en tecnología. Y de Avatar lo que seduce no es la historia -una empresa privada trata de apoderarse, con la ayuda de un ejército de mercenarios, de un mineral que se encuentra en una luna lejana llamada Pandora que ayudará a sostener la economía del planeta Tierra- sino la posibilidad de sumergirse en ese mundo junto con Jake Scully, un soldado paralítico que mediante un "avatar" podrá recuperar las piernas y correr junto con nativos y unos cuantos monstruitos que habitan esa atmósfera.
Hay una metáfora que recorre la película y es la de "aprender a ver". Jake tendrá que ver que lo que pretende la empresa que representa no está bien, que afectaría al ecosistema de Pandora, y el espectador aprenderá que cuando el 3 D está aplicado con la "naturalidad" con que lo emplea Cameron ve una película radicalmente distinta a las que recurren habitualmente a ese sistema. Ver Avatar en la gigantesca pantalla Imax es sentirse Jack Scully, volar con él, palpitar con él.
Los efectos están particularmente bien logrados, no se notan las sobreimpresiones que se advertían en -por ejemplo- King Kong (Peter Jackson, 2005) cuando unos dinosaurios perseguían a un grupo de personas, y las capas de fondos que hay dentro de una misma imagen dejan sin aliento. Sin duda la gran virtud de Cameron es que sus simples historias -otra voltereta sobre el mito de Pocahontas- no dejan de ser historias muy bien contadas sobre las que él vierte las últimas posibilidades tecnológicas. Sin su capacidad narrativa, nada sería muy efectivo. Y si bien Cameron no posee la sutileza de un Spielberg, el efecto invasivo sobre el espectador de sus imágenes logra algo muy cercano a la fascinación.
La película tiene un mensaje anti imperialista y ecologista de llana liviandad. Lo gracioso es que para transmitirlo Cameron invada todas las pantallas del mundo alfombrado por más de 250 millones de dólares de presupuesto. Yo no creo como dicen que Avatar sea una experiencia revolucionaria para el cine pero sí que es un entretenimiento grandioso que bien vale cada centavo que en él se ha invertido.

10/1/10

Nashville

Recuerdo haberla visto por primera vez a principios de los años ´80 en la sala Lugones del Centro Cultural San Martín, a la que solía ir habitualmente. Estábamos en plena primavera alfonsinista, era una época de optimismo y plena de descubrimientos. Se había liberado la agobiante censura que había instaurado el gobierno dictatorial y todas las semanas se estrenaban en las salas comerciales films que habían estado demorados durante años: se podían ver La naranja mecánica, el Último tango y el Novecento de Bertolucci, y multitud de filmes en su metraje original, sin los cortes que los censores les habían infligido. Fue una época dorada para la cultura cinéfila, sólo comparable con el advenimiento masivo de la videocasetera, unos seis o siete años más tarde.
De Robert Altman ya había visto en un cine de barrio MASH, el gran éxito de taquilla de su carrera, con 18 años recién cumplidos y en doble programa con otra joya del cine de los 70, Cabaret (Bob Fosse, 1972). Pero MASH no me había llamado tanto la atención como lo hizo Nashville. ¿Qué tiene este film de 1975 que todavía me fascina? Durante años atesoré una copia imposible - doblada al español, formateada en pan/scan, sin ningún tipo de subtítulos para las canciones- que pasaron en un canal de televisión. En cuanto pude me compré el dvd zona 1 que venía sin subtítulos en español, pero con un comentario de Altman y subtítulos para sordos -en inglés. Fue el primer dvd zona 1 que me compré y fue una de mis mejores inversiones, ya que podía volver a apreciar el film en su formato widescreen. Siendo un film tan localista y minoritario, difícilmente se edite en la Argentina, aunque haya competido por el Oscar a la mejor película en su momento.
Hoy día, Altman es uno de mis directores favoritos, y Nashville, la joya de su corona. Para algunos críticos es el film estadounidense más importante de esa década. Para mí es un festín inagotable ya que aúna el entretenimiento con la curiosidad intelectual y la emoción. Nunca me canso de verlo. Nashville es un extraño coctel que mezcla el género musical con el film político, sigue el desarrollo azaroso de 24 personajes y documenta lo que era esa ciudad a mediados de la década del 70, la capital de la música country, lo que para nosotros sería Cosquín, con su gravitación para el folklore. Pero, por encima de todo, Nashville es una gran sátira, que observa a sus personajes a veces corrosivamente, otras veces piadosamente. Altman dijo: "Es una metáfora sobre los Estados Unidos"

A Altman le ofrecieron un proyecto cuya estrella sería el cantante country John Denver. Era un proyecto comercial, y el director necesitaba el dinero porque si bien desde MASH había hecho media docena de films (El volar es para los pájaros, Del mismo barro, Imágenes, El largo adiós, Los delincuentes, Racha de suerte), todos habían sido alabados por la crítica pero un desastre en la taquilla. Altman mandó a su guionista, Joan Tewkesbury, a que tomara notas sobre la ciudad y su pulso, y escribiera una historia con muchos personajes en base a lo que había observado. Tewkesbury pasó dos semanas en Nashville, tomando apuntes, explorando tabernas, conectándose con cantantes, y desarrolló un guión que sirvió de marco para lo que más tarde sería el film. El proyecto con Denver se cayó y Altman tomó el guión, consiguió financiación -dos millones de dólares de un productor novato- y comenzó a reunir a los actores, varios que ya habían trabajado con él (Bert Remsen, Keith Carradine, Shelley Duvall, Michael Murphy) y otros nuevos (Barbara Harris, Karen Black, Lily Tomlin). El guión era sólo una referencia; como un work in progress fue mutando y sumando nuevas situaciones y personajes, a medida que la filmación se iba desarrollando a lo largo de dos meses. Mientras, Robert Nixon renunciaba a la presidencia como consecuencia del escándalo Watergate, y se acercaba el festejo por el Bicentenario de la Nación del norte.
Nashville es un musical porque contiene más de 30 minutos de canciones interpretadas en imagen por distintos artistas. Hay registros en directo de interpretaciones en el Grand Ole Opry (un teatro donde suelen presentarse las máximas estrellas del country), en tabernas, en iglesias, en estudios de grabación, etc. Como las canciones fueron escritas -en su mayoría- por los mismos actores que las interpretan, generalmente hablan de y describen a sus personajes. Las canciones que suele interpretar Barbara Jean (Ronee Blakely) -una parodia de la estrella country Loretta Lynn, cuya biografía cinematográfica es La hija del minero (Michael Apted, 1980)- hablan del entorno campesino en que creció. Las de Haven Hamilton (Henry Gibson, una parodia del cantate Roy Acuff), tienen un tinte paternalista y patriótico. También hay rasgos del género en la situación por la que una advenediza (Barbara Harris, en el rol de Albuquerque) que busca su gran oportunidad la consigue cuando la gran Barbara Jean es barrida del escenario del Partenón, en la secuencia final. Por otro lado, Nashville es un film político porque a lo largo de su transcurso nos cuenta una campaña política -la del candidato populista Phillip Hall Walker- a través de sus dichos -hay grandes tramos del film en que se escuchan omnipresentemente- y de la campaña publicitaria constante, ya sea a través de afiches, intervenciones televisivas o radiales. Una de las derivaciones de esta campaña son los intentos que realiza el operador John Triplette (Michael Murphy) y su contacto local Delbert Reese (Ned Beatty) de atraer a las distintas estrellas del country para que actúen en el gran show que tendrá lugar en el Partenón de Nashville bajo los auspicios del candidato político. También es un film político porque su clímax contiene un magnicidio -el de la máxima estrella Barbara Jean- que recuerda de distintas maneras al de John Fitzgerald Kennedy ("Esto no es Dallas -dice Haven Hamilton- es Nashville") y porque muestra el estado de falta de compromiso político de los personajes que acuden al llamado de los políticos en virtud de los beneficios que éstos les pueden dar.
Nashville también es un documental no sólo porque está filmado en locaciones reales sino porque uno de sus personajes, la inglesa Opal (excepcional Geraldine Chaplin), que dice ser periodista de la BBC (British Broadcastin Company, que es algo muy distinto a la British Broadcasting Corporation), toma apuntes en su grabador sobre casi todo lo que ve, convirtiéndose en una parodia de la guionista (y sus dos meses de estancia en Nashville para conformar el guión) y en un Virgilio, que nos guía equívocamente a lo largo de los distintos ámbitos con ojos "extranjeros". Véase sus monólogos sobre el cementerio de autos y sobre el depósito de autobuses escolares, expresado con la técnica del fluir de la conciencia. También el film documenta lateralmente un momento de la historia estadounidense donde la desconfianza en la política, la gran crisis de valores debido a la inflación y a la traumática intervención en Vietnam, y el cambio en las relaciones entre los géneros debido a la revolución sexual, contaminan las interacciones entre los personajes.
Narrativamente es un film prodigioso y portentoso. Si bien estructuralmente ofrece lo mismo que Grand Hotel (Edmund Goulding, 1932) con un grupo de personajes interactuando en un ámbito determinado -en este caso una ciudad, en aquél un hotel-, Altman establece relaciones a través del montaje y la edición de sonido que hace que los encuentros y las situaciones parezcan azarosos, y los lazos estructurales parezcan laxos. Digo "parezcan" porque el film establece una ilusión de libertad que queda momentáneamente entre paréntesis cuando nos damos cuenta que todo apunta hacia el gran clímax (el magnicidio), un escenario dramático donde confluyen todos los personajes del film y donde se establece el gran nudo -inextricable- entre el mundo del espectáculo y el mundo de la política (anticipando la muerte de John Lennon y el triunfo de un actor -Ronald Reagan- como presidente de los Estados Unidos).
Como sátira el film muestra que el ambiente del espectáculo está estratificado; la realeza -Barbara Jean y Haven Hamilton, figuras paternas-, una segunda fila integrada por satélites de aquellos -Connie White (eterno reemplazo de Barbara Jean), Tommy Brown (el negro blanco que las multitudes pueden digerir), los que quieren acceder (el trío Tom, Bill y Mary, que provienen del rock y de Nueva York; y Albuquerque y Sueleen Gay, quienes desde lo más bajo de la escala social tendrán sus oportunidades, una basada en el talento y la otra en su cuerpo); y en el peldaño inferior, los fans (Suellen Gay entre ellos, y el cabo que pasea su uniforme militar siguiéndole el rastro a su admirada Barbara Jean). Desde el ámbito político, el que muchos de los personajes se declaren apolíticos da pie para que sean víctimas de las manipulaciones más arteras. Uno de los temas musicales del film dice: "podrás decir que no soy libre pero eso no me preocupa".
La sátira tiñe las conductas de los personajes: la superestrella femenina es "manejada" por su marido, que a la vez que es su representante y se dirige a ella como si fuera una niña. Haven Hamilton, que en sus canciones predica los valores familiares, se pasea por todos los ámbitos con su amante -Lady Pearl- y su hijo (Bud), mientras su esposa está de vacaciones por Europa. El ama de casa Linnea Reese, la única integrante blanca de un coro religioso integrado por negros, casada con un hombre despreciable que ni siquiera hace intentos por comunicarse con sus hijos sordos, será quien tenga una aventura con el deseado Tom, el cantante que acumula conquistas amorosas como quien colecciona marquillas de cigarrillos. La chica de Los Ángeles (Shelley Duvall) que viene a visitar a su tía enferma y ni siquiera es capaz de estar un minuto junto a ella porque está ocupada en cambiar de atuendo y de amante. Suellen Gay, la fanática ferviente de Barbara Jean, que desea emularla y cree tener el talento para hacerlo y desemboca en situaciones extremadamente humillantes debido a su alto grado de alienación. Albuquerque, la mujer que vive escapando de su marido para tener una oportunidad en el escenario y demostrar cuánto vale mientras él está siempre acechándole los talones. La periodista extranjera, capaz de hablar en francés pero incapaz de desprenderse de sus prejuicios y su miopía, incapaz de ocultar su horror cuando Linnea Reese le dice que sus hijos son sordos o cuando le echa en cara la diferencia de clase al chofer que acompaña al trío roquero, que intentara un avance.
Y si bien Altman tiene mucho de misántropo, también en su cosmovisión ingresan ejemplos valederos, como la solidaridad entre los perdedores -la relación entre Suellen Gay y su compañero de trabajo negro, que la rescata de las garras de Delbert Reese en su momento de mayor vulnerabilidad. La enseñanza que la madre de los chicos sordos le da a Tom (un sordomudo emocional) del lenguaje de signos, que hará que ella no sea para él una conquista más y la relación entre ellos tome un cariz más humano. O la sincera emoción que embarga a Lady Pearl cuando recuerda sus colaboraciones en las campañas de los hermanos Kennedy. Aún el egocéntrico Haven Hamilton tiene algo bueno para exhibir: tras el momento de violencia más extremo, se hace cargo del abatimiento y la confusión de los espectadores y le da un espacio a Albuquerque para que el show pueda seguir. Pero es cierto, prevalecen en el balance los personajes alienados, tabicados en sí mismos, que apenas establecen relaciones con los demás que no sea de uso y sometimiento en pos de seguir sus instintos más básicos. ¿Qué decir si no del joven Kenny Fraiser (David Hayward), sometido por su madre y que termina descargando su ira hacia esa gran figura blanca que es Barbara Jean? A diferencia del Norman Bates de Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) no es la sexualidad reprimida la que dispara el gatillo, sino que Barbara Jean sea un ícono de lo estadounidense en su forma más pura. Mientras canta Barbara Jean, Altman inserta el punto de vista del asesino: una bandera que ocupa toda la pantalla. Barbara Jean es la bandera, es los Estados Unidos. Contra ese ícono hay que descargar tanta ira, sobre la idealización del pasado que destilan las canciones, una idealización inalcanzable para estas pobres criaturas perdidas del presente.

Nashville es una gran experiencia visual y auditiva. Altman es un director moderno, que reescribe las convenciones del cine clásico: en un encuadre suyo puede haber más de un punto de interés para el espectador. Los mismo desde lo auditivo (se desarrolló un sistema de sonido de 16 pistas que permite la superposición de diálogos, permitiéndole cambiar el foco entre uno que está en primer plano a otro que se desarrolla más atrás en la imagen). Las panorámicas constantes demuestran que el escenario no se termina, que sigue más allá de los límites del encuadre.
Le agrega al género musical una dimensión política -en ciernes hasta entonces, sólo Cabaret se había permitido tal cosa-, no sólo por la tematización de la campaña política, sino también en lo que hace a la construcción de un mito y a la relación entre estrella y fan. En el film aparecen "casualmente" dos estrellas de cine que trabajaron en films previos del director, Elliot Gould y Julie Christie, que se interpretan a sí mismos, provocando relaciones de envidia o burla entre los miembros de la corte de Nashville que se sienten -indisimulablemente- inferiores, indiferentes o extremadadamente halagadores según en presencia de qué personaje se encuentren.
Nashville ha influenciado dos films de Paul Thomas Anderson, Juegos de placer (Boogie Nights, 1997) y Magnolia (1999), con sus estructuras corales, aunque lejano está este joven director independiente de lograr o buscar la apariencia de libertad que logra Altman en su film. Las narraciones de Anderson están férreamente pautadas y su rigor formal lo emparenta más con Martin Scorsese que con Altman. Nashville también es un antecedente de lo que el mismo Altman nos depará en Un matrimonio (A Wedding, 1978), Las reglas del juego (The Player, 1992), Ciudad de Ángeles (Short Cuts, 1993) y Gosford Park, crimen a medianoche (2001), para hablar de los casos más logrados, en los que toma una situación o un ámbito para que una multitud de personajes interactúen.
Pero por encima de todo, cabe decir que Nashville es una gran comedia, un gran caos que se reorganiza tras el clímax, cuando los marginados toman el centro de la escena. Tras esto, a Altman no le queda mucho que decir y eleva su cámara al cielo. Altman no busca a Dios pero sí designar un espacio más vasto y omnicomprensivo para despegarse de ese microcosmos de criaturas que luchan instintivamente por su lugar en el mundo. Curiosamente, Nashville ese año compitió por el Oscar a la mejor película con nada menos que Barry Lyndon, de Stanley Kubrick, otra gran "comedia" que tras historiar las aventuras y desventuras de un advenedizo por la Europa del siglo XVIII, terminaba con el narrador afirmando: "Fue durante el reinado de Jorge III cuando los antedichos personajes vivieron y disputaron; buenos o malos, hermosos o feos, pobres o ricos, todos son iguales ahora". Mejor epílogo no podría haber suscripto Robert Altman.