24/1/11

La naranja mecánica



De toda la obra de Stanley Kubrick, La naranja mecánica (1971) es su film más polémico y controvertido, hasta el punto que el mismo autor debió retirarlo de circulación en Inglaterra debido a que se cometían algunos asesinatos que aludían a las tropelías cometidas por Alex y sus drugos y, también, a que el mismo director y su familia fueron amenazados de muerte. El film permaneció ajeno a las pantallas inglesas durante 27 años.
En Argentina era un título proverbialmente asociado a la censura ya que estuvo prohibido durante 14 años. Era famosa la anécdota de argentinos cruzando el charco para ver el film en Uruguay. Recuerdo que la primera vez que lo vi fue en 1983, en casa de un amigo que tenía uno de los primeros reproductores de videocasete, en una copia en video trucha, llena de manchones de color. Así y todo, el efecto que producía era revulsivo; todos los presentes quedamos fascinados con la genialidad del trabajo de Kubrick.
El siguiente análisis es parte de uno mayor que ofrecí en un curso durante 1999. Allí se relacionaba el film y su tratamiento de la violencia con su contexto cinematográfico (más específicamente con If... (Lindsay Anderson, 1969) y La pandilla salvaje (Sam Peckimpah, 1970); se tomaba en cuenta la polémica entre si Kubrick estaba a favor de que su personaje siguiera ejerciendo el libre albedrío aunque fuera para hacer el mal; y los efectos que Kubrick imbuía en el film para que nos mantuviéramos a distancia del canto de sirena que ejercía la fascinante narración de su personaje.

a) La violencia
En If... de Lindsay Anderson, una vieja institución –un colegio privado, con cerca de 500 años de antigüedad – somete a castigo aquellos que no encajan en su rígida estructura, provocando una reacción desproporcionada. El tratamiento del film basa su originalidad en remozar el viejo realismo con toques poéticos, preparando al espectador para un desenlace que puede ser tomado como real o como onírico, según la postura que se adopte ante el film.
Pero el film excede el retrato del funcionamiento de un colegio inglés, como pretendería una lectura “realista”, dado que suma personajes externos al colegio –la chica proletaria del bar que contrasta con los ricos burgueses que concurren a la institución – y, por la conducta del protagonista, Mick Davis, protagonizado por Malcom McDowell (en el papel que hizo que Kubrick lo eligiera para interpretar a Alex), excede el ataque a los responsables directos de su maltrato, emprendiéndola contra toda la “sociedad” que conforma la institución (el colegio como metáfora), incluyendo padres y autoridades asistentes al ritual que enmarca la violenta respuesta.
Mick es la encarnación del genio romántico, con capacidad de liderazgo, inteligencia y una actitud dionisíaca, que no desdeña los poderes de lo lúdico y de la imaginación. Fruto del desproporcionado castigo al que es sometido, llegará a la conclusión de que una bala colocada en el lugar adecuado puede alterar el curso de las cosas. El film deja muy claro que la violencia es provocada por la institución, que entiende a la educación como un conjunto de normas que hay que inculcar a rajatabla en la mente de los jóvenes asistentes, para así poder aceptar y obedecer las imposiciones del poder sin discutirlas. La rigidez estructural de semejante criterio deja de lado a todo aquel que se muestre diferente – Mick, su amigo homosexual, los habitantes de la ciudad a la que les es restringido el acceso al colegio. La violencia será respondida con más violencia de parte de los rebeldes, curiosamente, con las mismas “armas” que les da ese sistema que los excluye – las armas son entregadas indirectamente por el rector, que los manda a hacer una limpieza en un sótano donde encuentran un arsenal.
En La pandilla salvaje la violencia sirve para caracterizar a personajes que no encuentran su lugar en un mundo que va cambiando. Uno de los mejores “westerns crepusculares”, el film narra las aventuras de una pandilla de veteranos del robo y del crimen que se ofrecen al mejor postor pero dentro de cierto esquema ético que, finalmente, terminará redimiéndolos de manera romántica a los ojos el espectador. El tratamiento de la violencia por parte de Peckimpah también recibe un cuidadoso trabajo formal, entendiéndose ésto en la desorbitada fragmentación de los planos de las acciones violentas –que infligen una cierta agresión visual al espectador que, a veces, es incapaz de leerlos- alternada con las expansiones de la cámara lenta, más una puesta en escena con toques operáticos. La violencia también está en lograr una identificación entre el espectador y esos personajes desalmados, lograda no sólo por las estrellas que los interpretan –unos veteranos William Holden y Ernest Borgnine- sino por la defensa ética que hacen de la amistad con uno del grupo, que se jugó por ideales que ellos venían perdiendo u olvidando dada su extensa y desgastante cabalgata por la vida. Una vez más, asistimos a un reciclamiento de la violencia: del robo se pasa a la defensa de un amigo que, pese a ser mexicano como los integrantes del grupo insurgente que pelea contra Pancho Villa, provoca la masacre final. Otra vez, al final del recorrido, se observa una postura romántica que suaviza las cosas y se las hace más fáciles al espectador, ya que los integrantes de la “pandilla” al inmolarse por su compañero, “merecerán” la escena que se sobreimprime sobre los títulos finales, donde se los recuerda cuando eran apreciados por los integrantes del pueblo al que aquel pertenecía, lo que les otorga un aura mítico.
La naranja mecánica parte de un planteo totalmente distinto. Alex es el salvaje, “el hombre en estado natural” según Kubrick que, contradiciendo a Rousseau y a Voltaire, no es bueno y no se ve mancillado por el control social. Alex apalea, viola y mata por el placer de hacerlo, maltrata a sus drugos y busca satisfacer eternamente sus pulsiones. Una fracción del poder, el partido que está en el gobierno, acepta su decisión de someterse al tratamiento Ludovico, la última creación de la ciencia –otra parcela de poder- para acondicionarlo y extirpar las respuestas agresivas ante determinados estímulos. Otra parcela de poder, la iglesia, muestra su oposición ya que Alex condicionado dejará de ser un hombre, entendiéndose esto como alguien que tiene derecho a ejercer el libre albedrío, aún ante la posibilidad de hacer el mal. El resultado de la acción conjunta del gobierno y de la ciencia, a los ojos del espectador, termina siendo peor: Alex queda totalmente a merced de la violencia de aquellos a los que ha dañado en la primera parte del film, sin poder responder a ella, una naranja mecánica totalmente condicionada a poner la otra mejilla eternamente, lo que desembocará en un intento de suicidio (Alex no puede elegir una conducta agresiva para sí mismo, lo apropiado sería decir un homicidio provocado por su doble, el escritor liberal Frank Alexander). Tras la recuperación en un hospital, el ministro del Interior del gobierno en curso, dada la respuesta negativa que el caso de Alex ha tenido ante la opinión pública, trama una alianza con él, rompe la que tenía con la ciencia y pone en la cárcel, como preso político, al escritor liberal que va en contra de sus acciones de gobierno. Alex gozará de un poder ilimitado para hacer sus destrozos, con la venia del gobierno y de una sociedad de características victorianas que hasta entonces lo repudiaba (y lo aplaude en la fantasía final).
Kubrick muestra cómo la violencia de Alex –estilizada hasta el punto de la coreografía visual y sonora- se recicla en la violencia de la ciencia –una violencia más convencional, de chaleco de fuerza e inmovilidad- que es instrumentada por el gobierno de turno para terminar con la delincuencia –actitud ejemplificadora mediante un Alex redimido de sus impulsos- y así ganar las próximas elecciones, además de tener la intención de descongestionar las cárceles para dejar lugar a los futuros presos políticos. La violencia mayor de La naranja mecánica es de carácter perverso: se pasa del rechazo de Alex ante los desmanes que comete en la primera parte, a la piedad ante el tratamiento que le es infligido por la ciencia y la sociedad y, finalmente, a la celebración final de que el protagonista haya regresado a su condición original.
b) La naranja disecada.

Quizás el film más polémico de toda la carrera de Stanley Kubrick, ganándole acusaciones de libertino y de fascista ante las que el director se vio obligado a defenderse –dando inusuales entrevistas-, llevándolo a ser más claro en cuanto a las intenciones que el film cargaba desde su génesis, estuvo prohibido en la Argentina y en Sudáfrica hasta 1984.
Encuadrado en el género de ciencia ficción, en su vertiente “de anticipación” ya que la acción transcurre en una sociedad identificable –la inglesa- pero ambientada una década después de la instancia de producción en 1971, ha suscitado reacciones que –basadas en lecturas realistas- borran su pertenencia a un género que se caracteriza por la creación de mundos imaginarios. De hecho, todavía no se conoce que el tratamiento Ludovico tenga existencia en este mundo. Por otra parte, Alex es una creación ficcional, una licencia poética sobre la naturaleza humana, un personaje de intuición e instinto, un personaje que no piensa tanto como actúa y sueña. La palabra operativa para Alex es horrorshow, ya que expresa lo bueno (en el contexto de la novela de Anthony Burgess deriva del vocablo ruso horosh, “lo que está bien”, lo que es “espléndido”) y en el contexto temático del film conjuga la unión de violencia (horror) y lo estético (show), como lo demuestra la actitud de Alex al interpretar “Cantando en la lluvia” mientras se apresta a violar a la esposa de Frank Alexander.

El film nos es ofrecido desde la perspectiva de Alex, narrador (“humilde” se caracteriza, al igual que lo hacía el Humbert Humbert de Lolita) en primera persona que rara vez se aparta de su absorbente egocentrismo para editorializar sobre cuestiones sociopolíticas o satirizar la corrupción de los otros personajes (como sí lo hace en la novela). Lo que sí pide a gritos Alex es el derecho a ver el mundo a su manera –aunque sea a través de un ojo con una pestaña postiza – y a coreografiar las escenas para su propia diversión. Su mesita de luz contiene varios relojes robados, pero los puños de su atuendo están adornados con ojos sangrantes decorativos; a diferencia de sus drugos él no muestra interés en el beneficio económico, en la posición social o en el planeamiento eficaz de su vida, pero sí busca momentos de éxtasis privado, de fantasías que le permiten escapar a un mundo de “lindas imágenes”, sonidos (Ludwig van), y de sensación física (la acción como representación o actuación). Alex vendría a ser un Chico estelar (el del final de 2001) del inconsciente que, como un Quilty (el personaje de Peter Sellers en Lolita) adolescente, explora y pone en escena los secretos oscuros de su espacio interior como una alternativa al tedioso crecimiento en una sociedad mecánica. En este sentido, Alex funciona con una mente que parece una pantalla de cine, ya que tenemos acceso a las imágenes que la pueblan.

Muchas veces, la mirada de Alex tiñe, connota las imágenes que estamos viendo. Aquí no se trata de un caso de toma subjetiva tradicional: Alex no nos cuenta todo desde su mirada como lo hacía el detective de La dama del lago (Robert Montgomery, 1947), pero sí su punto de vista sobre las cosas tiñe las situaciones y cómo éstas son mostradas por Kubrick (el narrador real del film; Alex no es más que una ficción de narrador). Oponiéndose a lo que el psicólogo conductista norteamericano B. F. Skinner sostiene al decir que el medio ambiente influye sobre el sujeto que percibe, La naranja mecánica muestra, a través de imágenes y sonidos, cómo Alex adapta la realidad externa a las coordenadas de su obsesión interna. Para Alex, todo el material de su realidad externa sirve para ser transformado en una puesta en escena. Además, su campo visual cambia de acuerdo a su condición psicológica (no ve lo mismo antes que después del acondicionamiento). Especialmente en su “estado natural”, antes del tratamiento Ludovico, el mundo psicológico de Alex se orienta y es mediatizado por el tipo de retórica expresionista que caracteriza al film de Kubrick, a saber: estilo de actuación exagerado; vestuario pop; escenografías estilizadas para sugerir los patrones de simetría y dobles (el Bar Lácteo Korova, el hall espejado con suelo como tablero de ajedrez de la casa de Alexander, el mismo baño); la utilización irónica de ambientes con fines simbólicos (un casino para una pelea, un cine para el tratamiento Ludovico); iluminación posterior para muchas escenas nocturnas realizadas en exteriores e iluminación en interiores con las mismas fuentes que aparecen en escena; primeros planos desde angulaciones inusuales y lentes de rango muy amplio en escenas de interiores para crear distorsiones frontales (en objetos o rostros, como el de Alexander cuando violan a su mujer); composiciones en forma de túnel o senda (en el apaleamiento al vagabundo o cuando Alex es conducido por sus drugos policías hacia el abrevadero); el uso de la cámara en mano y una amplia gama de tomas subjetivas, incluyendo aquellas de los personajes mirando hacia la cámara (Alex, en la primera toma del film; Alexander observando la violación de su mujer); la formalización de la violencia a través del montaje, la coreografía, y la música (la pelea en el casino, el ahogamiento en el abrevadero); la imagen y la música aceleradas (a 2 cuadros por segundo en la escena de la orgía entre Alex y las dos adolescentes que se levanta en la disquería); combinación de cámara lenta y música (cuando Alex le corta la mano a Dim; cuando Dim se venga al estrellarle una botella de leche en el rostro a Alex; en la fantasía de Alex); un estilo de montaje de obstrucción en momentos de goce o crisis (masturbación de Alex escuchando Beethoven; asesinato de la mujer de los gatos); los sonidos y la música realizados electrónicamente por el compositor Walter (hoy Wendy) Carlos en el sintetizador Moog; etc.


Pero La naranja mecánica ofrece mucho más que el dejar constancia del panorama mental de un personaje altamente inusual. Su campo narrativo no sólo incluye lo que Alex dice (voz en off), lo que ve (tomas subjetivas) y lo que piensa (pantalla mental), sino que también incluye una serie de imágenes y acciones originadas en la iconografía de los films anteriores de su director. En este sentido el film se vuelve una puesta en abismo, una reflexión de Kubrick sobre su pasado fílmico. La mirada de Alex en la primera toma recuerda la del computador Hal 9000 y la del leopardo en 2001. La oscuridad en torno al rostro de Alex conecta con la oscuridad que rodea al Chico de las estrellas al final de 2001 y, el movimiento hacia atrás de la cámara, se asocia con el traveling hacia atrás que va recorriendo una senda en varias escenas de La patrulla infernal, donde en lugar de muñecas en posiciones de sumisión hay soldados formados a la vera de un camino. La cabalgata en el auto de La naranja mecánica recuerda el viaje estelar de 2001, y las composiciones en túnel recuerdan aquellas dentro de las trincheras de La patrulla infernal.
Sugerencias de lucha primitiva y de regresión evolutiva relacionan La naranja con Dr. Insólito y 2001. Alex es el líder tribal como lo era el mono principal de 2001, y deja en claro su supremacía ante Dim, junto al “pozo de agua”, símbolo de lucha por el poder en ambos films. Alex celebra su victoria saltando como lo hace su antepasado, el mono. En la secuencia de la mujer de los gatos, el instrumento (“el hueso”) de Alex será la escultura de un pene, símbolo de una civilización decadente. Las fantasías de explosiones orgásmicas que tiene Alex escuchando a Beethoven recuerdan las explosiones que determinan el fin de la humanidad en Dr. Insólito. Y en la última parte del film Alex es la víctima de lunático impotente en silla de ruedas (como el doctor Strangelove), tan obsesionado por el deseo de venganza y de poder político que es más máquina que hombre. El motivo de muerte y renacimiento tan fuerte en 2001 también aparece en La naranja, cuando Alex, tras el intento de suicidio “renace” en el hospital. De esta manera, Alex logra escapar de su Hal (Alexander como doble) y re-evolucionar hacia una condición humana donde el crecimiento interior y la libre imaginación permanecen como dos medidas de esperanza para el futuro.


En La naranja mecánica los personajes habitan mundos artificiales en los que sacrifican las riquezas de su yo en aras de la perfección del mundo mecánico. Alex se vuelve la única fuerza regenerativa del film al encarnar el concepto de lo Otro.



Las escenografías hablan del condicionamiento en que se halla esa sociedad. El Bar Lácteo Korova muestra la transferencia de la fantasía sexual y funciona merced a la armonía y la solidaridad de las máquinas disfrazadas como objetos estéticos. Estatuas de mujeres blancas asumen posturas sadomasoquistas y ejecutan funciones de máquina (como mesas y dispensadores de “milkplus”). En la primera escena en el “hogar” de los Alexander, mientras el escritor aparece detrás de una máquina eléctrica (metonimia entre objeto y personaje), la esposa yace absorbida por una especie de sofá con forma de huevo, lo que es otro ejemplo de cómo la decoración absorbe tanto personas como objetos dentro de las configuraciones de una estética mecánica. En el hall, Alex y sus drugos enmascarados se reflejan en unos espejos a ambos lados de un tablero, espejos que arman un tríptico que recuerda el conformado por las estatuas en el bar Korova. Nada de esto afecta a Alex, el único original en un mundo de reproducciones mecánicas. En el Korova, su siniestra mirada y su Nasdat (la jerga creada por Burguess para la novela) otorgan un grado de hiperconciencia a una puesta en escena inhumana y sonambulística, mientras en lo de los Alexander sus improvisaciones parecen las de un niño ingobernable pero creativo pateando el tablero de la autoridad paterna. Alex no sólo irrumpe y arruina el estatismo del hogar de los Alexander - tan parecido al del Bar-, también fuerza al escritor a ver cómo viola a su mujer, transformada en una versión animada de una de las esculturas del bar. Dentro del mundo estéril de los Alexander (acumulan objetos en lugar de hijos), la violación de la esposa/madre tiene la virtud de ser una expresión “normal” (aunque edípica) de una libido no reprimida.
El asesinato de la mujer de los gatos extiende la alegoría sexual. Cuando se la ve por primera vez, la mujer está haciendo gimnasia y adoptando posturas tan artificiosas como las de las muñecas del bar Korova, rodeada de pinturas con temática lésbica, donde se niega fuertemente el potencial de procreación. Este ambiente psicosexual, como el del Korova, sugiere no sólo que las funciones sexuales han sido reemplazadas por extensiones sexuales, sino que los seres humanos, maquinalmente, imitan los objetos de su propia creación. Y antes de que Alex irrumpa con su fálica sexualidad en este territorio, notamos que hay dos objetos –la escultura del pene y el busto de Beethoven – que poseen una connotación masculina y que cada uno, como dice la mujer, “son importantes obras de arte”. Alex (y la cámara en mano de Kubrick) disloca este mundo narcisista y transforma un objeto de contemplación en un instrumento-arma mortal, en un acto que es simultáneamente asesinato y una felatio, al incrustar la escultura en la boca de la mujer. Una vez más, Alex refuncionaliza los objetos, transformando una obra de arte en un arma violenta (1). Todo lo antedicho demuestra cómo Alex, trabajando desde su interioridad –desde la fantasía hacia la performance- transforma los interiores desprovistos de vida y los mitos culturales de una sociedad tremendamente condicionada en un nuevo orden de verdad. Es así como Alex da forma a su vida imaginativa a través de la acción y la performance (ejecución). El casino en ruinas simboliza la decadencia de la imaginación (teatro) y la creencia en el juego, que se cruzan en un acto de imaginación (paliza coreografiada a la otra pandilla) que se opone a los objetivos represivos del estado mecánico, pero es también un escenario que parece casi soñado para las andanzas de tan creativo personaje. El viaje a través de la noche guiado por sus impulsos, no separa la mente del cuerpo, la reflexión de la acción, lo inconsciente de la realidad social; tampoco transfiere sus impulsos violentos o sexuales hacia los objetos ni se vuelve, como otros, un voyeur de su propia degradación. Él fuerza a Alexander a que vea la violación de su mujer (en una inversión de la escena primaria, donde acá es el padre el que observa al hijo teniendo relaciones con la madre) y a confrontarse con una humanidad compleja que, en la parte final del film, Alexander -en su locura- compartirá con Alex. Significativamente, Alexander no cierra los ojos; el acto aberrante hacia su mujer es un horrorshow que ejerce en él la misma fascinación que en su doble adolescente: Alex puede permanecer mirando un momento al vagabundo o a la pandilla apaleada, pero él es más un performer que un voyeur. Su modo es la actuación (= representar otros roles = ejecutar), no la sublimación. Su personaje exhibe una integridad de mente y cuerpo ausentes en caricaturas tan mecánicas como Pa y Na, Deltoid y Alexander; más que contemplar la música de Beethoven y el cristo sufriente como objetos estéticos o espirituales, los experimenta como realidades físicas y emocionales. Como vive en un mundo decadente, en el que los mecanismos de la sublimación son tan persuasivos que hacen que la mente conciente no sólo gobierne el cuerpo y sus instintos, sino que lo transforman en una máquina, lo humano de Alex sólo puede ser expresado a través de la violencia y la improvisación creativa.



c) Kubrick vs. Alex
La segunda y la tercera parte de La naranja mecánica se caracterizan por un tono menos vivaz que el de la primera, al correrse Alex del rol de artista/performer a víctima/voyeur. Para Alex como para el espectador, esto significa un descenso simbólico de los misterios del espacio interior al orden real y siniestro del tiempo exterior. El estilo se vuelve más objetivo y menos expresionista, son más notorios la lógica causal y los procesos mecánicos: aparece la ciencia de la psicología del estímulo-respuesta. En la visión de Kubrick, el Estado mecánico prefiere llevar lo que es complejo o intratable a un grado de disminución donde el nivel de predictibilidad sea compatible con alguno de varios sistemas de procesamiento: el Estado prefiere siempre esta reducción a la exploración y a la especulación. La identidad de Alex, por ejemplo, es reducida de Alexander de Large al número 655321 por el jefe de guardias (el ejemplo más sorprendente de hombre mecánico en el film). Para su alma, Alex tiene la dudosa elección entre el capellán de la prisión, que dice que hay evidencia incontrovertible de que Dios existe (esto le viene de sus “visiones”), y el condicionamiento biológico del tratamiento Ludovico. Finalmente, Alex elige el tratamiento.

Es aquí donde Kubrick abre una brecha que nos permite tomar distancia de la narración manipuladora y mentirosa de Alex. El tratamiento tiene lugar en una especie de cine donde Alex, enfrascado en un chaleco de fuerza, con una corona de electrodos, y sin poder cerrar los ojos obligado a ver una pantalla, recibe dosis tras dosis. Por un lado, “la pantalla de la mente” de Alex duplica la nuestra, la que vemos. Y si bien nos puede sorprender todo el tiempo con lo que muestra, también nos puede condicionar al lavarnos el cerebro y forzarnos a lograr una identificación total con el personaje. Si fracasáramos en escapar del control de Alex, nos volveríamos sus víctimas, y voyeurs de nuestro propio desorden psicológico. Y si bien nosotros espectadores podemos elegir la presencia del “artista” real (Kubrick) escapándonos del condicionamiento que la mirada de Alex nos impone al reconocer la estructura simbólica y asociativa del film (lo que hemos venido haciendo a lo largo de este texto), también es cierto que nos volvemos habitantes de un mundo contingente donde todo es incierto y todo puede ser posible. Por eso hay que tener en cuenta cuándo estamos en el territorio de Alex y cuándo aparece la presencia del autor Kubrick para advertirnos de sus peligros.


La única fantasía de Alex en la parte dos (inspirada en la Biblia, donde azota a Cristo), Kubrick (meganarrador) elige mostrarla como una fantasía cinematográfica muy primitiva. El simulacro de Alex es paródico –su fantasía asume los contornos de las películas bíblicas hollywoodenses de los años 50, subrayado por las cuerdas de “Scherezade” de Rimsky-Korsakov, muy similar al estilo de la música que componía Miklos Rosza para tales films, aunque Alex en sus contenidos focaliza más en las fuentes del Marqués de Sade que en las de Cecil B. DeMille. Pero la imagen también funciona como cita del Espartaco de Kubrick, el único film dentro de la estructura hollywoodense tradicional que realizara. De mayor significación son los paralelos que esta escena establece con otras. La figura de Cristo que en ella aparece recibe una forma para su representación más anticuada y “realista”, remarcada por la sangre que cubre su frente, notoriamente sangre pintada (como se hacía en Hollywood durante las épocas del Código censor de producción). Más tarde, durante el tratamiento Ludovico, un Alex coronado de electrodos disfruta viendo como un hombre es golpeado, pero cuando ve la sangre en el rostro de la víctima expresa el juicio estético de que “los colores del mundo real sólo parecen realmente reales cuando uno los ve sobre la pantalla”. Sin embargo, la sangre sobre el rostro de la víctima luce tremendamente artificial y contrasta con la sangre que se ve sobre el rostro de Alex después del interrogatorio policial, que parece mucho más real en nuestra pantalla que la que se ve en cualquiera de las imágenes que se ofrecen durante el tratamiento Ludovico. Cuando en la parte tres Alex vuelve a la casa de Alexander, tras haber sido golpeado por un Dim policía, la sangre que cubre su rostro también luce mucho más real que cualquiera de las imágenes vistas en el tratamiento. Tales maniobras autoriales – que no son más que marcas de la presencia de una conciencia mayor que la del personaje- lo muestran a Alex como víctima de la ironía de Kubrick, ya que Alex no puede ver que él ya estaba condicionado por cierto tipo de cine (el del Hollywood convencional) antes de exponerse al tratamiento científico. Alex no puede ver la diferencia entre sus fantasías y lo que es representado en una pantalla de cine, ya sea en un cine comercial o en el laboratorio de los científicos locos de La naranja. Cuando Kubrick hace decir a su protagonista que la primer peliculita que le pasan en el tratamiento “era una muy buena muestra de cine profesional, del tipo que se hace en Hollywood” está pidiendo que asociemos las respuestas sentimentales o viscerales inducidas por el cine de Hollywood con las creadas por la técnica del tratamiento. Lo que Alex no puede notar es que esos films alientan (o fuerzan) una identificación con las víctimas más que con los victimarios; pero Alex carece de conciencia moral para comprender tales intenciones. No importa que se trate de un film o de la vida misma, Alex responde a la experiencia instintivamente, no éticamente. Finalmente, una vez atravesado el tratamiento, en la tercera parte del film, Alex caerá en un mundo donde no sólo se identificará con las víctimas de la vida misma, sino que será una víctima en sí mismo. En ese mundo de lo “normal” (tanto en lo estilístico como en lo moral) Kubrick demostrará que Alex como víctima pasiva del Bien tiene menos valor expresivo como ser humano o como personaje de un film que cuando Alex era el artista/ejecutor (en la primera parte).



1. Kubrick también refuncionaliza otras obras de arte en el contexto del film íntegro. Una escultura de Cristo bastante blasfema (en la escena de la masturbación de Alex), que reproduce cuatro Cristos en sucesión, en actitud de goce y no de sufrimiento, desnudos y bailarines, pueden asociarse a la multiplicidad de roles de Alex como performer en el contexto del film y, más específicamente, se asocia a Alex en la escena previa (bailaba y estaba casi desnudo en la escena de la violación en casa de los Alexander, cubierto por una máscara como el protagonista de Casta de malditos en el momento de ejecutar su atraco). La imagen de Cristo se modifica en la segunda parte del film. Primero Alex, a raíz de la imaginería de la Biblia, se imagina azotando a un Cristo sufriente, y más tarde, se establece la asociación con el calvario de Alex durante el tratamiento Ludovico, donde porta una “corona de espinas” electrónica.
Alex escucha la “Novena” de Beethoven para excitarse y masturbarse. En la segunda parte del film, esta misma composición, banalizada y trivializada, servirá de fondo musical a unas imágenes que ilustran el Nazismo, provocando una tremenda repulsa por parte de Alex. En la tercera parte del film, la misma composición, le provocará un dolor tan grande que lo llevará al intento de suicidio. En la escena final, esa misma composición se relaciona con el goce de Alex y su reconocimiento social. Estas operaciones estéticas que Kubrick realiza refuerzan su idea de que una obra de arte no es buena ni mala en sí misma, depende del uso que se le quiera dar y las intenciones de quienes la manipulen.

22/1/11

Noches de encanto


He aquí un musical -¿el único que veremos este año?- como los que se hacían por docena en la década del 40 y del 50 del siglo pasado. Como es un género muy caro y con no tantos adeptos, Hollywood los destila con cuentagotas: el año pasado tuvimos Nine (Rob Marshall), que se basaba en una obra de Broadway que, a su vez, se basada en 8 y medio (Federico Fellini, 1963), uno de los films capitales del cine moderno. Nine lucía barato y desprolijo, aunque poblado de estrellas que cantaban como podían. Noches de encanto, creado originalmente para el cine, no es tan ambicioso, se conforma con sólo dos, ambas neófitas en el género pero buenas cantantes: Cher y Christina Aguilera.

La línea argumental de esta fantasía colorida es casi trivial: joven chica campesina que llega de Iowa a Los Ángeles dispuesta a triunfar... en el mundo del burlesque. Consigue trabajo en uno, como camarera, y al poco tiempo está reemplazando a la estrella principal del lugar. Con su atractivo, la chica -que canta con sus propios pulmones y no haciendo playback de otros cantantes como sus compañeras- logrará revertir la suerte del lugar, en vías de extinción por las deudas acumuladas.


Cher representa a la dueña del local, -siempre vista en penumbras, con una peluca distinta para cada ocasión, no todas ellas favorecedoras para enmarcar su rostro de cera y su figura embalsamada en un corset-, que le da una oportunidad a la novata. En el reparto le tocan un par de canciones, una en el escenario y otra entre bambalinas, en tinieblas (el número musical más sentido y ya ganador del Globo de Oro a la mejor canción). El film es una excusa para lanzar al mundo del cine a la Aguilera que canta muy bien y se mueve bien, pero a la que le falta carisma en la pantalla, dada su vulgaridad. Sin embargo, luce mejor que una Whitney Houston (cuando le tocara su debut en El Guardaespaldas) o que una Mariah Carey (en Glitter, una de las peores películas de la historia del cine).

El film respira aludiendo a otros musicales, teniendo como referencia la obra entera de Bob Fosse, tomando más de un préstamo de Cabaret y de Sweet Charity. Acude mucho al montaje para salvar las imperfecciones de sus intérpretes cuando bailan y para conseguir un estilo relampagueante como el de los números de Flashdance (Adrian Lyne, 1983). Así y todo hay virtudes de producción que alcanzan para llenar el ojo y hacer que la proyección no aburra a lo largo de sus dos horas. Durante los primeros quince minutos uno se la pasa tratando de discernir si está protagonizado por travestis, dado el barroquismo del maquillaje y del vestuario que lucen las actrices. Por lo antedicho, hay una carencia de sensualidad un poco llamativa para un antro como el que se describe, que solía estar reservado para números de strip tease como los que hicieron famosa a Gipsy Rose Lee y alrededor de los que giraba el musical Gipsy.

Alan Cummings se deja ver como una versión devaluada del maestro de ceremonias de Cabaret (hasta interpreta una canción muy similar en su puesta a la de Two ladies) y Stanley Tucci hace del paño de lágrimas gay de la legendaria Cher. Como se desprende de este comentario, el film es una ocasión para que la platea se llene de mujeres y varones gays, ansiosos de ver un gran despliegue de lentejuelas y las aposturas de Cam Gigandet (que interpreta a Jack, el interés romántico de Aguilera, que realiza un strip tease a lo largo de toda una escena vistiendo solamente una caja de galletitas), Eric Dane (como Marcus, quien desea comprar el terreno del local a bajo precio para hacer un negocio inmobiliario) y Peter Gallagher (como Vince, el quejumbroso ex marido del personaje de Cher, bastante descuidado en su apariencia).

17/1/11

Somewhere, en algún rincón del corazón


Pareciera que Sofia Coppola conoce a fondo lo que es el tedio. Uno puede imaginarla de pequeña esperando un tiempo interminable en los aeropuertos de distintos países del mundo junto a su padre, el afamado director. O esperando que concluya una eterna reunión de adultos, toda gente interesante y famosa, que a ella no le parece ni tan interesante ni tan famosa, para ir a jugar. El tedio es algo que suele aquejar a las mentes imaginativas cuando se encuentran rodeadas de gente poco inclinada a las aventuras de la imaginación. No es que Sofia tenga pretensiones quijotescas -no, de ninguna manera sus películas nos hacen creer eso- pero sí es cierto que cuando se trata de retratar el tedio se mueve como pez en el agua. No es una de mis directoras favoritas, aunque sí debo reconocerle cierta coherencia y consistencia en su carrera.

En el caso de Somewhere se dedica a seguir a Johnny Marco (Stephen Dorff), una estrella de Hollywood, en su vida cotidiana, viviendo en una suite del Chateau Marmont, siendo dirigido telefónicamente por su agente -que le dice qué tareas debe cumplir durante el día-, vagabundeando en su auto, aceptando invitaciones a fiestas, cayéndose por las escaleras, aceptando chicas que se le regalan fácilmente. Baste decir que la primera escena lo muestra conduciendo su auto y dando círculos y círculos en un camino desértico. Poco después, contratará los servicios de dos gemelas que hacen el baile del caño en su habitación, dando círculos y círculos. Confundirá el nombre de una con el de la otra. Tendrá una sesión de maquillaje en la que le insertan una máscara que lo mantiene inmovilizado... por horas, sentado en una silla, sin hablar con nadie. Por suerte Rocco tiene una hija (la encantadora y luminosa Elle Fanning, hermanita de Dakota), que juega, charla, dibuja, muestra sus emociones, posee un sentido de orientación en la vida. Tras la visita de su hija, algo se mueve dentro de Rocco, se libera del yeso que llevaba en una mano tras caerse por una escalera y busca un nuevo destino para sí. Tomará una ruta recta, muy recta, se adentrará en el desierto, se desprenderá del auto negro -que parece una fortaleza en sí mismo- y empezará a andar por el camino solitario como lo haría el Gandhi que veía en un documental televisivo.

El tedio de Rocco no es el de los adolescentes argentinos de Nadar solo (Ezequiel Acuña, 2003), sino un tedio chic y suntuoso, retratado con la mejor fotografía obtenible, el buen gusto para los encuadres y la mejor selección de música cool que uno pueda imaginar estando en los Estados Unidos, en la costa oeste, y siendo heredera de un savor faire europeo. Hay que agradecerle a Sofia que no nos llegue a aburrir como lo hiciera con María Antonieta (2006) y que el final que elige se despegue de las convenciones (Rocco no vuelve para juntarse con su hija). También que el personaje que describe pese a su superficialidad nos haga creer que hay algo más detrás de las apariencias. No soy un fan ni de Las vírgenes suicidas (1999) ni de la sobrevalorada Perdidos en Tokio (2003), pero hay que reconocerle a Sofia cierta audacia y cierto buen gusto.

11/1/11

María Elena Walsh


Ayer se fue la mayor diseñadora de sueños infantiles, la poeta melancólica, la ciudadana de voz suave pero firme. Este es mi homenaje.

Postal de guerra


Un papel de seda

flota en la humareda.

Lleva la corriente

derramado el puente.

Lágrimas.



La tarde se inclina,

pólvora y neblina.

La ceniza llueve

silenciosamente.

Lágrimas.



Ay, cuándo volverán

la flor a la rama

y el olor al pan.

Lágrimas, lágrimas, lágrimas.



Árboles quemados,

pálidos harapos.

Naufraga en la charca

se hunde una sandalia.

Lágrimas.



Fantasmales pasos

huyen en pedazos.

Sombras y juncales.

Un montón de madres.

Lágrimas.



9/1/11

Liza´s at the Palace

Hace pocos días llegó a mis manos el dvd de una representación de Liza Minnelli, su último espectáculo teatral, que le valiera un premio Tony por su desempeño. Liza es una vieja amiga y uno ya sabe qué esperar de los viejos amigos, zonas donde se mueve confortablemente y otras donde es conveniente hacer la vista gorda y dejar pasar. Pero con Liza hacía un buen tiempo que había perdido la paciencia. Desde hacía dos décadas estaba un poco cansado de ver ese catálogo de miserias caminando, opacando su potencial, para terminar pensando en lo que podría haber llegado a ser. Siempre lastimosa, se la pasaba pidiendo que la quisiéramos, que la aceptáramos como era. Y bueno, no siempre uno encuentra esa disposición de ánimo. A veces esa energía la necesitamos para nosotros mismos... La vida no es fácil para nadie. Y tampoco se trata de dar explicaciones.

Mi relación con ella data de la época del estreno de Cabaret (1972). No es que yo haya podido ver la película en aquel momento -contaba con tan sólo 10 años y era prohibida para menores- pero sí un clip televisivo con la canción principal, que se escuchaba bastante en las radios. Su voz poderosa, su particular peinado, la electricidad que destellaba en sus movimientos, todo eso me impactó. Al poco tiempo pasaron por televisión el show Liza con Z, donde también era dirigida por Bob Fosse y el deslumbramiento quedó sellado. En ese espectáculo Liza alcanza la magnificencia como cantante, actriz, bailarina. Quizás se trate de lo mejor que haya hecho en su vida.

Otro nexo que me ligaba a ella era que se trataba la hija de Judy Garland, a quien yo idolatraba por haber visto varias veces El mago de Oz. Más tarde me enteré que era hija también de Vincente Minnelli, uno de los mejores directores del Hollywood clásico, especialista en musicales, género que siempre había favorecido entre los otros. Con todas estas relaciones de parentesco, más sus propios méritos a través de shows televisivos (Liza con Baryshnikov, Liza con Goldie Hawn) y discos (¿quién puede olvidarse del delirante Tropical Nights?), la oleada Minnelli avanzó sobre mí como un tsunami hasta bien adentrados los años 80. Una de las primeras veces que visitó el país, en 1980, para una entrevista que le hizo Magdalena Ruiz Guiñazú en el viejo canal 11, pude conseguir entradas y estar ahí, y sentir en vivo la electricidad que transmitía, así como su postura descontracturada (se había quitado los zapatos y se quejaba del calor). Hasta la perra que tuve durante 13 años, nerviosa e histérica, fue bautizada con su nombre (nadie aceptó en la familia la primera moción, es decir, Barbra).

Pero estando yo ya más crecido y con menos tiempo disponible, con su carrera difuminada por las drogas y el alcohol, su aura comenzó a desvanecerse. Algo resucitó cuando los Pet Shop Boys la modernizaron y relanzaron con el disco Results y los videos consiguientes. Fui a verla cuando vino a principio de los 90 al Luna Park; la disfruté, me emocioné con ella pero también sentí que no era la misma que mis recuerdos atesoraban. No cesaba de compararla con aquella mujer que escuchaba en el Winco o que había visto varias veces en New York New York (Martin Scorsese, 1977), un film más de su director que de ella misma. ¿Problema de Liza o mío? Creo que de ambos. Además, una de las peligrosas tendencias que anidaba era la de estandarizar su emotividad y pedir casi desesperadamente que la quisieran. En el escenario, en entrevistas, en donde fuera, Liza se la pasaba provocando lástima, buscando un reconocimiento que vaya a saberse si era posible de ser logrado en este mundo. Todo eso no hacía más que distanciarme.

Vinieron algunos discos perdidos: el soso Gently, operaciones de cadera, derrames cerebrales que la obligaron a reeducarse, a volver a aprender a hablar, a caminar, a cantar, a bailar. Fuerza de la naturaleza, Liza todo lo hizo. Hasta volvió a casarse con un hombre gay con el que duró no más que un suspiro. Volvió a la Argentina. Estuvo varias veces con Susana Giménez, en su living... ya me resultaba un poco fatigoso verla. Hasta que...

Liza Minnelli´s at the Palace es un show dividido en dos partes. En la primera, canta varios de sus éxitos, incluyendo alguna canción de Charles Aznavour, Cabaret y New York New York. Lo hace con soltura, con garra, con algo de la fuerza del pasado. Sigue lanzando sus pedidos desesperados de ser querida, pero con ironía: "antes me sentaba hacia el final del show, ahora a los 20 minutos" Si bien muchas veces se la ve desfalleciente, nada se interpone entre ella y su espectador, ante el que se desangra para hacerlo sentir cómodo, por emocionarlo y tenerlo en la palma de su mano. ¿Había vuelto la vieja Liza?

Nada me preparaba para la segunda parte del show, un homenaje a su madrina, Kay Thompson, conocida por los cinéfilos por su participación en La cenicienta de París (Stanley Donen, 1958), junto a Fred Astaire y Audrey Hepburn, donde interpretaba a la angulosa directora de una revista de modas al estilo Vogue y tenía para sí un número memorable en el que cantaba y bailaba, Think in Pink. También sabía que había escrito el libro Eloísa, sobre una niña que vivía en hoteles neoyorquinos, un poco modelada en base a la misma Liza. Bueno, según su ahijada nos cuenta, Kay era un figurón en el Hollywood clásico, ya que sus lecciones de coaching vocal habían permitido que Astaire, Gene Kelly, hasta la misma Judy, cantaran. Además, había sido la protagonista de un show en Cyro´s -un restaurante importante en el Hollywood de los años 40- que había quedado inscripto en la memoria del ambiente teatral estadounidense como el mejor en el género del music hall. Ese show es el que Liza rememora en la segunda parte de este espectáculo, acompañada de cuatro cantantes bailarines que remedan a los Hermanos Williams, uno de ellos Andy, famoso y meloso intérprete de los años 60 y 70.

Liza suda la camiseta. Baila, canta, actúa, saca viruta al piso, cuenta maravillosas anécdotas sobre Kay, algunas divertidas, otras sobre dolorosos momentos en la que siempre estaba cerca para tenderle una mano. El despliegue no es tan sólo energético sino que avasalla y amansa las emociones del espectador con tal destreza, con esa destreza, aquella que yo venía buscando en ella y no encontraba desde hacía más de 20 años. Mi amigo Julio, que es más fanático de ella que yo, dice que celebré este show porque me encontré con una Liza que había redescubierto -o reconstruido- su integridad. Y creo que tiene razón, la zorra sabe más por vieja que por zorra. Liza se bajó la escalera de la auto conmiseración y se encontró desnuda ante la muerte. Después de eso, sólo quedaba pelearla o dejarse ir. Y ella la peleó, vaya si la peleó. Para quienes tengan oportunidad de verlo, no dejen de admirar a una de las grandes fuerzas del show bussines internacional en su segundo mejor momento: la señora Liza Minnelli´s at the Palace.

8/1/11

Los pequeños Fockers

Leyendo las críticas de los diarios uno creería que Los pequeños Focker era una especie de catástrofe de la que convendría mantenerse alejado, so pena de ser salpicado. La historia de la tensa relación entre Greg Focker (Ben Stiller) y su suegro Jack (Robert De Niro) sirve como basamento para un poco más de lo mismo: humor escatológico, apariciones estelares (otra vez están Barbra Streisand y Dustin Hoffman como los padres de Greg), niñitos traviesos, ver a grandes actores haciendo el ridículo. Y de eso se trata, de un film industrial que ha costado 100 millones de dólares y que en menos de dos semanas los ha recuperado (tan sólo en los Estados Unidos). ¿No tienen derecho De Niro, Stiller y compañía a seguir pagando las universidades de sus hijos y nietos por varias generaciones?

Así y todo el film brinda generosas carcajadas, yo mismo lo he podido comprobar en la platea (hasta hubo un aplauso final). Tampoco luce descuidado: hay un guión, está bien trabajado, los actores se lucen, cada uno tiene más de un momento de destaque.

Lo más atractivo de la serie Fockers radica en reírse rabelesianamente de temas como la muerte (la urna con las cenizas de la madre de De Niro en el primer film), el cuerpo que decae, la edad y cómo se sobrelleva. Es agradable ver cómo el reseco y estructurado personaje de De Niro -un ex agente de la CIA- se revitaliza y reverdece laureles con su esposa a través de lo que recibe de la familia de su yerno, ya sea la nueva pastillita de acción eréctil o los consejos televisivos de Ross Focker. El regreso del personaje de Owen Wilson permite varias situaciones cómicas, así como la llegada de la fresca y radiante Jessica Alba que, con los enredos que genera, permite que la tensión entre suegro y yerno alcance su punto máximo.

Mientras tanto, no sólo los niños del film crecen. Los pequeños Fockers nos ofrece la oportunidad de ver cómo envejecen actores muy queridos y ayudarnos a pensar que con cierta flexibilidad y un poco de ridículo las miserias de la vejez se sobrellevan mejor.

6/1/11

El tarro de miel


El nombre de Joseph L. Mankiewicz estará por siempre asociado a la historia de Hollywood. Responsable absoluto de La malvada (All about eve, 1950), uno de los mejores films sobre el teatro que haya dado el cine clásico, con una insuperable interpretación de Bette Davis ("¡Ajústense los cinturones amigos!"), también salvó del desastre a la demandante Cleopatra (aquel vehículo para el lucimiento de Elizabeth Taylor y Richard Burton, que tiene el honor de ser la película más cara de la historia del cine).

Hacia el ocaso de su carrera, este fino observador de la condición humana, realizó en Cinecittá lo que sería un ensayo de su obra maestra final, Juegos macabros (Sleught, protagonizada por Laurence Olivier y Michael Caine, dos estilos de interpretación que se batían en un duelo mortal). El tarro de miel fue producida en 1967, durante el auge de las coproducciones internacionales. Se inspiró en la obra Volpone de Ben Johnson -uno de los popes del teatro isabelino-, en una obra teatral contemporánea de Frederick Knott (Mr. Fox of Venice) y en una novela de Thomas Sterling (The Evil of the Day) para escribir el guión, rebosante de ironías sobre la representación. Es así que un millonario (Rex Harrison), inspirado en la obra de Johnson -que se sabe de memoria-, contrata un secretario que, da la casualidad, es un actor sin trabajo (el siempre marmóreo Cliff Robertson), para fingir que está moribundo y atraer a Venecia a tres de sus amantes. Las mujeres -como moscas hacia un tarro de miel- se acercarán al fausto palacete y serán víctimas de una alambicada charada del dueño de casa.

Las mujeres son una estrella de cine al estilo Marilyn -Eddie Adams-, una noble -Capucine-, y una millonaria sureña, la siempre bella Susan Hayward, acompañada por su enfermera, -una Maggie Smith que se transforma en el centro moral de la trama- y representan los tres motores que -según un conocido periodista de estas tierras- mueven al mundo: el sexo, el poder y el dinero.

El film rebosa de diálogos inteligentes a medida que se transforma en un whodnit, ya que una de las mujeres muere al promediar la hora de película. Venecia y su decadencia funeraria se presta a la puesta en escena, lo mismo que el palacete, lleno de recovecos, pasadizos y jardines ocultos. El tiempo aparece como un símbolo tematizado a todos los niveles: cada una de las mujeres le regala a Fox un reloj, él gusta de bailar La danza de las horas de Ponchielli, el tedio y las arrugas ocultas muestran que a cada una de las amantes se le ha pasado su cuarto de hora. Está en el espectador que recoja el guante y se involucre en la charada para saber quién produjo la muerte. Hasta se dará cabida a un par de fantasmas para que supervisen las escenas finales a través de la voz en off.

Entretenimiento delicadamente concebido y dirigido, no fue muy bien recibido en el momento de su estreno, por lo que se le cercenó media hora de su metraje. Si bien hay algunas elipsis que son difíciles de llenar, no hacen mella en esta fina pieza de orfebrería, donde hasta el investigador de la policía italiana (Adolfo Celli) tiene que competir con su alter ego en la pantalla chica, el Perry Mason de Raymond Burr, para atraer la atención de su familia que prefiere la representación al original. El final feliz -donde el amor triunfa con una ayudita de los amigos- es una delicada pincelada digna de otros tiempos, y viene con moraleja: de tanta esterilidad que brota de los protagonistas puede surgir una semilla para los personajes secundarios, tal y como sucede en muchas obras del teatro isabelino.