6/1/11

El tarro de miel


El nombre de Joseph L. Mankiewicz estará por siempre asociado a la historia de Hollywood. Responsable absoluto de La malvada (All about eve, 1950), uno de los mejores films sobre el teatro que haya dado el cine clásico, con una insuperable interpretación de Bette Davis ("¡Ajústense los cinturones amigos!"), también salvó del desastre a la demandante Cleopatra (aquel vehículo para el lucimiento de Elizabeth Taylor y Richard Burton, que tiene el honor de ser la película más cara de la historia del cine).

Hacia el ocaso de su carrera, este fino observador de la condición humana, realizó en Cinecittá lo que sería un ensayo de su obra maestra final, Juegos macabros (Sleught, protagonizada por Laurence Olivier y Michael Caine, dos estilos de interpretación que se batían en un duelo mortal). El tarro de miel fue producida en 1967, durante el auge de las coproducciones internacionales. Se inspiró en la obra Volpone de Ben Johnson -uno de los popes del teatro isabelino-, en una obra teatral contemporánea de Frederick Knott (Mr. Fox of Venice) y en una novela de Thomas Sterling (The Evil of the Day) para escribir el guión, rebosante de ironías sobre la representación. Es así que un millonario (Rex Harrison), inspirado en la obra de Johnson -que se sabe de memoria-, contrata un secretario que, da la casualidad, es un actor sin trabajo (el siempre marmóreo Cliff Robertson), para fingir que está moribundo y atraer a Venecia a tres de sus amantes. Las mujeres -como moscas hacia un tarro de miel- se acercarán al fausto palacete y serán víctimas de una alambicada charada del dueño de casa.

Las mujeres son una estrella de cine al estilo Marilyn -Eddie Adams-, una noble -Capucine-, y una millonaria sureña, la siempre bella Susan Hayward, acompañada por su enfermera, -una Maggie Smith que se transforma en el centro moral de la trama- y representan los tres motores que -según un conocido periodista de estas tierras- mueven al mundo: el sexo, el poder y el dinero.

El film rebosa de diálogos inteligentes a medida que se transforma en un whodnit, ya que una de las mujeres muere al promediar la hora de película. Venecia y su decadencia funeraria se presta a la puesta en escena, lo mismo que el palacete, lleno de recovecos, pasadizos y jardines ocultos. El tiempo aparece como un símbolo tematizado a todos los niveles: cada una de las mujeres le regala a Fox un reloj, él gusta de bailar La danza de las horas de Ponchielli, el tedio y las arrugas ocultas muestran que a cada una de las amantes se le ha pasado su cuarto de hora. Está en el espectador que recoja el guante y se involucre en la charada para saber quién produjo la muerte. Hasta se dará cabida a un par de fantasmas para que supervisen las escenas finales a través de la voz en off.

Entretenimiento delicadamente concebido y dirigido, no fue muy bien recibido en el momento de su estreno, por lo que se le cercenó media hora de su metraje. Si bien hay algunas elipsis que son difíciles de llenar, no hacen mella en esta fina pieza de orfebrería, donde hasta el investigador de la policía italiana (Adolfo Celli) tiene que competir con su alter ego en la pantalla chica, el Perry Mason de Raymond Burr, para atraer la atención de su familia que prefiere la representación al original. El final feliz -donde el amor triunfa con una ayudita de los amigos- es una delicada pincelada digna de otros tiempos, y viene con moraleja: de tanta esterilidad que brota de los protagonistas puede surgir una semilla para los personajes secundarios, tal y como sucede en muchas obras del teatro isabelino.