3/2/11

Las buenas mujeres


A raíz del obituario de Chabrol que escribió para la revista Film Comment, el viejo crítico Andrew Sarris, padre de la teoría del cine de autor en los Estados Unidos, reflotó una vieja anécdota. Cuenta Sarris que la primera vez que estuvo en París cenó con Henri Langlois, el director de la Cinemateca Francesa. Corría el año 1961 y Chabrol ya no era muy estimado por los críticos y las audiencias que alababan a la Nouvelle Vague. Sarris se llenaba la boca hablando maravillas de Sin aliento y Los cuatrocientos golpes cuando Langlois musitó con calma pero con sólida autoridad: Chabrol.

Sarris comenta que el tiempo le dio la razón a Langlois. A lo largo de décadas, Chabrol sobrevivió a los experimentos formales tediosos de Godard y a la sentimentalina adolescente que destilaba la mirada de Truffaut. Si había alguno de los tres con una visión del mundo consistente y madura, ése era Chabrol. Y Las buenas mujeres (1960), que en ocasión de su estreno fue repudiada tanto por la crítica como por el público, que llegó a romper algunas butacas del cine donde se exhibía, es una excelente muestra de ello.

En este film Chabrol observa tajadas de la vida de cuatro mujeres, dependientas de una tienda de electrodomésticos parisina. Nos hace sentir el tedio de sus horas de trabajo pero también nos solaza siguiéndolas fuera del mismo. Está la libertina Jane (Bernadette Lafont), capaz de encerrarse en un departamento con dos hombres para terminar una noche de juerga. La circunspecta Rita (Lucile Saint-Simon) que pone todas sus fichas en un zopenco de clase media con el que está comprometida y que vive humillándola diciéndole cómo debe comportarse ante sus padres y el mundo para encajar en su medio ambiente. La enigmática Ginette (Stephane Audran, posterior esposa de Chabrol y estrella de varios de sus films, en su debut cinematográfico), que oculta a sus compañeras que por las noche se dedica a cantar en un teatro de variedades. Y la soñadora Jacqueline (Clotilde Joano), que aspira al verdadero amor romántico, lo que en la cosmovisión chabroliana equivale a una segura sentencia de muerte.

Guiadas por serios impulsos masoquistas que las atraviesan, estas mujeres objeto -hay vistas donde se confunden con los electrodomésticos de la tienda- terminan sufriendo las peores presiones y abusos por parte de los hombres del film, desde el dueño de la tienda que las cita aparte y abusa discretamente de ellas, hasta un par de palurdos eternamente de juerga -uno de ellos casado-, que en una perversa escena en una piscina pública se deleitan sumergiéndolas en el agua por la fuerza, como si fueran muñecas inflables. La mirada de Chabrol destaca a un hombre, el proveedor de la tienda, un joven trabajador que se juega por Jacqueline, quien lo rechaza por no ofrecer la suficiente tela para confeccionar sus sueños. Esta muchacha se deja obsesionar por un misterioso motociclista, vestido con campera de cuero, atractivo, que la sigue a sol y a sombra como si no tuviera otra cosa que hacer en el mundo. Será él quien conduzca a Jacqueline hacia su destino: en una cita en el campo, en el momento de consumar “su amor”, el hombre la estrangulará con dedos férreos, dejándola tirada entre los arbustos. Como el depredador que observan en el zoológico las muchachas, la fiera ha cazado a su cervatillo. La escena final, aparentemente descolgada de todo lo antedicho, muestra a otra Jacqueline -otra mujer cualquiera- esperando a que el hombre de sus sueños la saque a bailar. No se mostrará el rostro del hombre -puede ser cualquiera- pero sí la satisfacción de la mujer, que mira a cámara, a los espectadores, haciéndonos cómplices de esa fantasía de plenitud arraigada por la cultura en el imaginario femenino, fantasía que sólo se satisface con la muerte.


En esta época que nos toca, donde cada semana nos encontramos con la noticia de que una mujer ha sido rociada con alcohol y prendida fuego o -directamente- asesinada por su pareja o marido, un film como Las buenas mujeres debería ser de exhibición obligatoria, por más que Chabrol nunca diga las cosas directamente. Como reflexiona Sarris en una nota en el Village Voice, cuando en 1963 saludaba a Chabrol como el campeón de la Nouvelle Vague y a Las buenas mujeres como uno de los films más importantes de la década, "el director, no es un moralista ni un esteta pero sí un satirista implacable de la conducta humana, probando que la estupidez, cuando es vista con honestidad y simpatía, se transforma en el material de la poesía".