21/6/13

To the wonder







To the Wonder se presenta como un asteroide desprendido de la estela de aquel cometa que nos asolara hace tres años, El árbol de la vida (The tree of life), dividiendo aguas y criterios a través de un poema abstracto que reunía en su propio universo un viaje introspectivo hacia una historia familiar y los orígenes de la vida en el cosmos. El nuevo film de Terrence Malick es, sin lugar a dudas, un plato menos sustancioso que el anterior, pero no por ello menos audaz: dedicarle más de 100 minutos al tema del amor, sus pináculos, valles y hondonadas, pidiendo una actitud contemplativa por parte del espectador es –hoy– un acto de arrojo.

Lo que se cuenta es la historia de amor entre Marina (Olga Kurylenko) y Neil (Ben Affleck), ella una francesa que tiene una hija y ha cometido ¿el desatino?, ¿la fatalidad?, ¿la dicha?, ¿la gracia? de enamorarse apasionadamente de un norteamericano que fluye en corriente alterna, prodigándole momentos de supina cercanía y trascendencia (a los que alude el título del film, como cuando suben una escalera de la Abadía del monte de San Miguel, portentosa construcción medieval en la costa normanda ) y distanciamientos en los llanos de Oklahoma, donde el muchacho se retrae sobre sí mismo, dejándola descolocada y sumida en la más profunda de las miserias.

Este es un amor con derivaciones, políglota (se hablan cuatro idiomas en el film), que une y desune dos continentes, que abunda en imágenes de separación (aún dentro del mismo encuadre los personajes aparecen distanciados por tabiques, ventanales y otras fronteras menos tangibles) y que se correlaciona con la crisis vocacional que ataca al padre Quintana (un Javier Bardem en tonalidades graves) que busca la trascendencia que la visión de Dios alguna vez le hizo experimentar. Es un amor tan torrencial para la aérea Marina que , en una segunda intentona, la lleva a regresar a los Estados Unidos despojada de su hija para estar junto al atribulado amado que sufre una crisis de compromiso, lo que es decir, en este contexto, una crisis de fe.

Es un amor puesto a prueba por infidelidades de ambas partes: él con una granjera (Rachel McAdams) con la que ya se había relacionado en el pasado; ella con un muchacho que maneja una camioneta y que lleva tatuada una calavera en el corazón, especie de partida de defunción de la relación con el amado. Por otro lado,  Neil por  su trabajo transita por terrenos que el inevitable progreso ha contaminado, a la vez que el padre Quintana viaja por paisajes humanos víctimas de la droga y el crimen y que lo llevan a preguntarse por qué tanta destrucción y falta de belleza a su alrededor. El padre Quintana no está feliz, como así se lo dicen varios de sus desolados feligreses. Todo esto concluirá con distintos exilios: Marina de regreso a Francia, añorando todo lo que ese amor le dejó, el recuerdo de la trascendencia; el padre Quintana en otra congregación. Parece inevitable que aquellos que aman sean dejados en una condición de eterna trashumancia, con un hambre de espiritualidad tan potente como la compulsión a la droga que experimenta el adicto.

Contado así suena pueril. Pero la diferencia estriba en la forma en que Malick narra, expresando todo a medias para que nosotros lo completemos. No le interesa una narración anclada en los recursos del realismo (tiranía en la que se debate gran parte del cine y que es también una forma de anestesia para los espectadores que, cuando no la encuentran en un relato, creen que algo funciona mal) sino que propone una forma más cercana a la de la poesía moderna: sus recursos más evidentes son la repetición y la creación de cadenas de asociaciones a través del montaje que pueden encontrar eco en aquellos más proclives a un relato abierto, que no tema dejar cabos sueltos o no se preocupe por crear más de una confusión. El espectador que delinea Malick para su film es altamente participativo: establece conexiones, juega con las imágenes y los sonidos buscando ecos en otras imágenes y en otros sonidos, ya sean del mismo texto o de su propia vida. Es un espectador flexible que no teme a la contemplación ni a las interrupciones de la conciencia. Es un espectador en un permanente estado alfa, que en el arte –de eso estamos hablando– prefiere las comidas orientales elaboradas con creatividad a la más sosa y reiterativa fast food. Es un espectador que encuentra mayor solaz en saborear, que en sentir el estómago lleno. Es un espectador que no teme habitar una realidad paralela, que es dispendioso  con su tiempo, que no está pensando en cuándo va a sonar el despertador o si llega a tiempo al último subte.

Es así como un casamiento de trámite en una dependencia judicial es yuxtapuesto con unos presidiarios que firman un documento con las muñecas esposadas y con el dar la eucaristía a otros condenados a muerte por los que no se siente ninguna suerte de empatía. Las pisadas en una playa inundada por el amor se mantienen en la superficie, mientras que otras pisadas realizadas durante el desamor se hunden hasta los tobillos. Y los ejemplos abundan hasta casi el infinito.

La virtud del poeta es la de desautomatizar la mirada sobre lo cotidiano y apuntar a la esencia de las cosas. Malick nos muestra el interior de un supermercado como si fuera una catedral; nos hace experimentar la capacidad trascendente de la naturaleza con sus magnificentes espectáculos al alcance de la mano; consigue que la manga de acceso de un avión se transforme en un pasaje al otro mundo; logra que la apostura de su protagonista masculino luzca amenazante de a ratos, o con una expresión cercana al retardo en otros -convengamos, Affleck es un buen director, pero un actor cuyas expresiones lo acercan a la estulticia-, con sólo manejarlo como si de una silueta o de un contorno se tratara.

También hay riesgos de gratuidad (la autocita a El árbol de la vida, con la tortuga marina) y de la más afectada superficialidad (hay pasajes en los que el film -dada la evanescencia de la sustancia que trata- nos recuerda a los avisos publicitarios de los perfumes de Carolina Herrera o de Calvin Klein, con sus imágenes demasiado compuestas, demasiado casuales, con esas voces en off susurradas). Pero también es cierto que quien arriesga a veces se equivoca y que ver To the wonder sirve para recordar que el cine también puede ser una experiencia y que la luz que nos alumbra también puede ser utilizada de otra manera cuando es manipulada por un artista.

11/4/13

The Master






Cuidado con el hombre que dice que sabe. Cuando buscan una autoridad que los conduzca a la espiritualidad, se obligan ustedes automáticamente a crear una organización alrededor de esa autoridad. Por la creación misma de la organización... quedan atrapados en una jaula.
Jiddu Krishnamurti

The master nos propone una mirada opaca, propia de los films de la modernidad, sobre el vínculo entre maestro y discípulo cuando el afecto se ve involucrado. Paul Thomas Anderson, más moderado que en Juegos de placer (Boogie Nights, 1997) y Magnolia (1999), no sólo en su puesta en escena sino también en la amplitud del rango narrativo, se dedica a plasmar una cercanía entre dos hombres que metaforiza uno de los temas que lo obsesionan: la relación padre-hijo, fundamento también de Petróleo sangriento (There Will Be Blood, 2007).


Aquí se trata de Freddie Quell (Joaquin Phoenix), un veterano de la Segunda Guerra Mundial, hijo de un padre ya fallecido que le ha legado su alcoholismo, y de una madre psicótica encerrada en un manicomio de la que ha heredado cierta inadaptación a la realidad. Su objetivo en la vida es poder relacionarse con una mujer a la que pueda seducir y que lo satisfaga sexualmente. Tal objetivo no se cumplirá sin antes pasar por el tamiz de Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), el fundador y referente de un culto terapéutico que adoptará a Freddie como si fuera su mascota. En determinado momento, Lancaster explicará su programa para con Freddie (y los miembros de su culto) al referir en una anécdota el enfrentamiento con un dragón, al que doblega y después le pone una cadena para poder salir a pasear con él.


La primera fase del tratamiento parte del establecimiento casi instantáneo de un lazo entre ellos. «Creo conocerte de antes» le dice Lancaster a Freddie, como un enamorado le diría al objeto de su afecto. Ese lazo permite un intercambio. El maestro aporta una terapia basada en el hipnotismo que hace aflorar los traumas que aquejan a su paciente; el discípulo aporta una devoción a toda prueba como si fuera un soldado de Il Duce, saliendo a defender a su maestro de acusaciones de charlatanería y estafas varias. No es algo que el discípulo pueda racionalizar, le brota como un magma pese a varias señales advertencia, una de ellas provenientes del mismo hijo de Lancaster, que le dice que lo que su padre no sabe lo inventa, ganándose una reprimenda del «camisa negra». 


En la segunda fase ya interviene Peggy (Amy Adams), la esposa de Lancaster[v2] , su mayor influencia. Gran parte del film se pasea embarazada (quintaesencia de lo materno) y es quien se encarga de mantener férreos los lineamientos del culto y quien se propone limar las asperezas de Freddie para que se transforme en un miembro productivo dentro de la organización (es decir, que abandone su alcoholismo, una de las cosas que lo acercaron a Dodd). Aquí viene la etapa de domesticación, escenificada en varias secuencias ensambladas entre sí, donde Freddie debe palpar una pared y una ventana hasta que perciba que son otra cosa; ser parte de un diálogo con el yerno de Lancaster en el que no puede permitirse reaccionar; escuchar obscenidades sin pausa de boca de Peggy como testigo mudo, etc. Pero se produce una fisura en el lazo: Lancaster ha traicionado la confianza de su discípulo al darle a su yerno información artera sobre el pasado de Freddie. 


Una cosa es servir bajo el hechizo amoroso; otra, para el sostenimiento de una organización. Ante semejante presión, Freddie parte en busca de la resolución de una historia pendiente con una joven novia, historia que lo atormentaba y que el tratamiento del maestro habría expuesto a la conciencia.


Pasados los años, a través de un sueño, Freddie recibe en un cine un llamado telefónico de Lancaster que se encuentra en Inglaterra, en una de las «sucursales» del culto. La organización ha crecido y así lo prueba el magnánimo ámbito donde vuelven a verse. Pero no están solos, en la oscuridad acecha Peggy, que le reprocha al marinero que no haya abandonado su pasión por el alcohol. Freddy busca la cercanía y la bendición de su maestro, quien siéndole fiel le dice que ya no hay lugar para él en la organización porque él se resiste a servirla. Pero, traicionando aquel lazo que los uniera, exhibe sus deseos de que permanezca, de poseerlo (magistral interpretación de Seymour Hoffman cuando entona «On A Slow Boat To China» con tonos que van de lo juguetón a lo ominoso). El director plasma esto con una acertada puesta en escena: Freddie forma parte de un encuadre en claroscuro, con una pequeña estatuilla que representa un timonel sobre el escritorio que lo separa del maestro; Lancaster está del lado de la luz que proviene de un enorme ventanal atravesado por barrotes que parecen encerrarlo. Freddie tiene que superar ese encuentro para darse cuenta de que es él quien maneja su propia vida y de que el maestro ha antepuesto el poder que le otorga la estructura que ha construido por encima del afecto que los ligaba. Al escuchar la estúpida e inventiva revelación acerca del lugar donde se habían conocido, se produce la segunda partida de Freddie.


En un pub encuentra una mujer a la que logra seducir manteniendo su atención con las herramientas que aprendió del maestro. 


Personajes complementarios, Freddie y Dodd mantienen lazos de sujeción que los emparentan a los que mantenían Próspero y Calibán en La tempestad de Shakespeare. Uno es el que arma la puesta en escena, la mente, el demiurgo. (Lancaster lo invita al casamiento de su hija. Ingresan al encuadre como si fueran una pareja de novios, saludados por los asistentes). El otro, su prolongación física. (Sin que medie diálogo entre ellos, Freddie ajusta a golpes la bocota de un interrogador que previamente había arruinado una reunión donde Lancaster se lucía). A medida que el film se desarrolla veremos que lo que puede rescatar a Freddie es su raciocinio -la reflexión sobre las conductas del encantador de serpientes que lo tiene embaucado- y lo que puede perder al maestro son los exabruptos, los estallidos de ira que cuartean la superficie del imperio que está construyendo. En este sentido, es clara la escena donde una aventajada discípula -la maleable Laura Dern, con sus expresiones faciales siempre dispuestas al grotesco- le hace una pregunta sobre su nuevo libro y el maestro la aterra con una reacción intempestiva. Sin embargo hay mucho que aprender del maestro y Freddie lo intuye, deseando fuertemente apropiarse del hechizo que el sabio irradia hacia las mujeres (fantasía en la que Dodd entona una canción y todas las mujeres del salón están desnudas para él). Por otro lado, el afecto entre ellos es genuino, es el abono que permite que Freddie resuelva su historia con Doris, es lo que permite que Dodd desoiga la trama conspirativa de sus familiares, que no pueden encasillar al marinero y no lo pueden transformar en un instrumento funcional para el culto. 




Las influencias de las que se nutre Paul Thomas Anderson para conformar su film abarcan un amplio espectro: los contenidos del film lo acercan al territorio explorado por el maestro John Huston en Let There Be Light (1946), Los inadaptados (The Misfits, 1961), Freud (1962), La noche de la iguana (The Night of the Iguana, 1964), Reflections in a Golden Eye (1967), Fat city (1972), Wise Blood (1979), con su ojo afinado para explorar las noches oscuras del alma de diversos personajes; la puesta en escena de tonalidades épicas para un drama intimista nos trae el recuerdo de Stanley Kubrick y su uso del gran angular en La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971); las posiciones de cámara altas y bajas a Orson Welles en El ciudadano (Citizen Kane, 1941); la elección de Bernardo Bertolucci en La luna (1979) para dramatizar una escena en que una madre masturba a su hijo en un baño, es reproducida aquí cuando Peggy masturba a Lancaster.


El estilo actoral de la composición de Joaquín Phoenix nos remite tanto al primer Marlon Brando por su fisicidad como al Lon Chaney de El jorobado de Notre Dame (The Hunchback of Notre Dame, Wallace Worsley, 1923) por su expresividad, y el de Philliph Seymour Hoffman es una obvia parodia de la interpretación que realizara Orson Welles del personaje de Charles Foster Kane. En varias ocasiones, la música compuesta por Jonny Greenwood expone la conflictiva interioridad de la mente de Freddie y las canciones funcionan como anclajes del sentido del film. Valga como ejemplo la canción «Changing Partners» interpretada por Helen Forrest durante los títulos de cierre del film, donde se da a entender que la vida es como un baile y uno de los miembros se la pasará cambiando de pareja hasta volver a reencontrarse con su amado (esto después de que Freddie ha abandonado a Dodd y se ha encontrado a la mujer en el pub).


Film desconcertante para muchos, pero de efecto hipnótico por quienes se abran a su propuesta, The Master no hace concesiones con su audiencia y es un escalón más en la obra de uno de los directores más talentosos del cine estadounidense que, si bien todavía no ha alcanzado la altura de los anteriormente mencionados, navega, sin lugar a dudas, en ese rumbo.

10/3/13

Hitchcock frente al espejo





 





Como sucediera con Truman Capote en el caso de Capote (Bennett Miller, 2005) e Infame (Infamous, Douglas McGrath, 2006) han coincidido en el tiempo dos películas que tienen como centro el mismo personaje. En esta ocasión se trata de uno de los directores de cine más importantes de todos los tiempos: Alfred Hitchcock. Una de ellas -Hitchcock- se centra en las tribulaciones que el director enfrentara al momento de realizar Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) -quizás el film de horror más famoso de la historia del cine-, tiene un gran presupuesto, grandes estrellas y una puesta en escena estilizada. La otra -The girl- toma como punto de partida la intrincada relación entre el director y la actriz Tippi Hedren, a la que hiciera saltar a la fama por sus roles en Los pájaros (The birds, Alfred Hitchcock, 1963) y Marnie la ladrona (Marnie, Alfred Hitchcock, 1964). The girl es más modesta en sus ambiciones, es una producción para el cable -de HBO en asociación con la BBC-, está protagonizada por sólidos actores de carácter y posee un estilo naturalista y despojado que la acerca a la abstracción.

Hitchcock muestra prontamente sus limitaciones. La encarnación que hace Anthony Hopkins del director no resulta muy creíble al basarse en la imitación y en la exaltación casi grotesca de los rasgos superficiales. Oculto detrás de toneladas de maquillaje, uno escucha al sirviente de Lo que queda del día (The remains of the day, Mike Nichols, 1993) y no al circunspecto director, famoso por su humor socarrón. El film tiene un epílogo y un prólogo presentado por el personaje, como si fuera un capítulo de la serie que concibiera para la televisión. Lo que queda en el centro está en parte dedicado a la concepción, la ejecución y el estreno del film a rodarse y a la relación entre Hitchcock y su esposa Alma Reville, interpretada por Helen Mirren con una autoridad y una presencia en pantalla de las que Hopkins en esta oportunidad carece. Según los guionistas, Psicosis no hubiera sido lo que fue sin la intervención de Alma, capaz de reemplazar a su marido detrás de las cámaras un día en que él está enfermo y de tomar decisiones cruciales a la hora del montaje y la musicalización del film. Hasta aquí todo bien, siempre se supo que Alma era fuente de consulta para el director aunque nunca que tuviera el protagonismo que el film le otorga. Pero cuando la trama entrevera los obstáculos que Hitchcock debe enfrentar en la producción con una relación que Alma inicia con un guionista que quiere que el inglés le filme uno de sus escritos, o cuando aparece el asesino serial Ed Gein -inspiración para el personaje de Norman Bates según confiara el novelista Robert Bloch- en una serie de situaciones surreales, cualquier atisbo de verosimilitud que pudiera conferírsele al film se va por el resumidero. 


The girl tiene un sólido basamento en la caracterización que Toby Jones (también protagonista de Infame) realiza del director, menos apoyada en la exterioridad de los recursos. Por otro lado, el guión encara hacia el drama psicológico al focalizar en los reiterados intentos que Hitchcock hiciera para vencer la resistencia de su protagonista (una más que decorosa Sienna Miller, que de a ratos se asemeja más a la Kim Novak de Vértigo -(Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958)- que a la madre de Melanie Griffith) antes sus avances sexuales. Así es como vemos que a medida que el rodaje de los dos films que tuvieron a Tippi Hedren como protagonista se va ejecutando las pullas sádicas del inglés se van transformando de rimas obscenas a ataques no avisados con pájaros artificiales y reales. Alma aquí está encarnada por Imelda Staunton (protagonista de Vera Drake (Mike Leigh, 2004) y resulta más ajustada en su retrato por su apariencia ratonil y reticente que la portentosa Mirren. El film no se permite florituras estilísticas que distraen de lo que tiene que narrar y se ajusta a los hechos (la misma Hedren ha sido consultada para la producción). Extrae temas que anidan en la obra del director y los plasma dramáticamente: por ejemplo, vemos cómo se traslada la obsesión del protagonista de Vértigo por esculpir a una mujer hasta convertirla en un sueño idealizado en el detallismo con que el realizador va eligiendo el vestuario, los peinados y hasta el lápiz de labios que su actriz debe utilizar para encarnar su propia fantasía.

Como no podría ser de otra manera en un director que se especializó en la plasmación de complejas relaciones entre víctimas y victimarios, el poder es uno de los temas dominantes en ambos films. Hitchcock, detrás de su frívola apariencia de revista Caras, con sus satinadas recreaciones de estrellas -muy adecuadas en el caso de la Janet Leigh de Scarlett Johansson y el Anthony Perkins de James D'Arcy, no tanto en el de la Vera Miles de Jessica Biel- y de los ámbitos en que se mueven, utiliza la famosa escena de la ducha para que el director se vengue de cada uno de los que le ha puesto obstáculos desde el inicio de la producción, descargando creativamente a pura cuchillada su impotencia. Amén del vínculo entre marido y mujer, donde el conflicto exige que ella se entregue en cuerpo y alma a la construcción del Olimpo donde quiere figurar su marido a sabiendas que su nombre nunca figurará en la placa de los arquitectos de semejante proeza.  

En The girl se combinan el mito fáustico con el relato de La bella y la bestia para dar cuenta de la ambición de una joven modelo que quiere ser estrella y soportará masoquistamente los ataques de su Pigmalion -"seré masilla en sus manos señor Hitchcock"- y la tragedia de un hombre que lo tiene todo menos la apostura de un Cary Grant o un Sean Connery para servirse en bandeja a la rubia de sus sueños. Aquí la impotencia se tematiza en reiteradas oportunidades pero en el ámbito de lo privado más que en el de lo creativo. La imagen que The girl construye de Hitchcock es la de un hombre que se declara impotente sexualmente pero no dubitativo de lo que debe hacer en su trabajo. ¿Cómo se sobrepone a esa permanente humillación de ser rechazado por el objeto de su deseo? El film es hábil al escenificar cada acoso hacia la víctima: el reiterado ataque de los pájaros sobre el cuerpo de Hedren a lo largo de cinco días se alterna con tomas en que ella se ducha, implicando la escena más famosa de Psicosis, en sí misma toda una violación simbólica. La situación dejará a la actriz en un estado catatónico similar a aquel en que termina el personaje de Melanie Daniels en Los pájaros. La famosa escena de la violación durante la noche de bodas en Marnie es escenificada de manera tal que, en el momento de rodarse, Tippi se desnuda para Hitchcock (a través de la mediación del actor, un Connery de espaldas). La determinación de la actriz a conseguir su lugar en el Olimpo de las estrellas hará que se recupere cual ave Fénix tras cada embate.

En definitiva, en la comparación entre las dos películas, triunfa el feeling y el laconismo inglés que se desprende de The girl por encima de la parafernalia estadounidense de Hitchcock, por hacer de la sutileza una estrategia y apoyarse en un realismo de las situaciones y emociones en juego que la brocha gorda del proyecto más fastuoso -con sus permanentes digresiones- no puede permitirse.    

9/3/13

Amor




Lejos de las sublimaciones a las que nos tiene acostumbrados tanto cine estadounidense, en el que los temas amorosos son recubiertos por una capa de azúcar que todos queremos saborear, el film de Michael Haneke -inserto en la tradición del cine de autor europeo- amplía las fronteras conceptuales en que solemos considerar el término "amor", a la vez que subvierte las convenciones cinematográficas a las que el espectador está acostumbrado para su tratamiento.

Hitos de esa tradición elegidos arbitrariamente están dados por el episodio más conmovedor de La dolce vita (Federico Fellini, 1960). Allí, el hedonista Marcello (Marcello Mastroianni) moviéndose entre las ruinas romanas y los novedosos ídolos de barro, debe ser testigo en su rol de cronista social del suicidio de su mentor, el intelectual Steiner (Alain Cuny), un alma cultivada que puede tocar una sonata de Bach en la iglesia pero no puede soportar la angustia de vivir en un mundo en el que un llamado telefónico puede desencadenar el estallido de una bomba atómica sobre Europa. En su viaje al otro mundo Steiner arrastra aquello que más quiere: sus dos hijos.

En Cuando huye el día (Smultronstället, Ingmar Bergman, 1957), el doctor Borg tiene la posibilidad en una secuencia onírica de ver a su esposa en el pasado, engañándolo con otro hombre sólo para tener la satisfacción de después contárselo y poder comprobar la indiferencia que él demuestra y que lo ha transformado en un zombie emocional. Ya consciente, Borg descubre que le ha transmitido la misma enfermedad emocional a su hijo...

En La mujer de la próxima puerta (La femme d'à côté, Francois Truffaut, 1981) se narra un caso de amour fou de manual. Degradados a la más pura animalidad mientras la sociedad los conmina a separarse, la pareja de amantes se encamina hacia su autodestrucción. Una noche, Mathilde (Fanny Ardant) atraerá -casi vampíricamente, casi telepáticamente- a su amante, Bernard (Gerard Depardieu). Mientras hacen el amor lo ejecutará de un disparo y al instante se eliminará. Ante la imposibilidad de continuar la relación la muerte los encontrará abrazados por la pasión.

El mismo Haneke, en su debut cinematográfico -El séptimo continente (Der siebente Kontinent, 1989)-, narra con su distancia característica el caso de una familia austríaca, un matrimonio joven y su hija de 9 años, que deciden partir en dulce montón al otro mundo. Las motivaciones de tal acto son ambiguas; por el montaje de distintas situaciones uno puede interpretar que la conciencia que descubren los personajes en sí mismos de vivir en una sociedad donde el ser humano se ha transformado en un objeto fácilmente reemplazable por otro les resulta insoportable. Toda la segunda parte del film está dedicada a los preparativos para la autoeliminación y su consumación. Se aíslan en su casa y van cortando los lazos con esa sociedad. Una de las escenas que resultó chocante en ocasión de su estreno en el festival de Cannes fue la eliminación de los ahorros en el inodoro; metódicamente, el matrimonio se dedica a romper decenas de billetes y a arrojarlos a la cloaca. Menos traumático para el público de la época resultó que tras preguntarle a la hija y contestar que estaba de acuerdo con la decisión los padres decidieran eliminarla, de tanto que la querían.     

En Amor, una pareja de octogenarios viven el trayecto final de sus vidas. El vínculo entre ellos es de afinidades, compañerismo y comprensión, aunque ella no dude en decirle antes que el conflicto se desencadene que a veces él es un monstruo. Haneke toma recaudos para que nos involucremos en su relato, no sea cosa que nos evadamos creyendo que lo que se narra les sucede solamente a Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva), una pareja cultivada, que ha dedicado su vida a la música clásica, que viven en un amplio departamento parisino, que tienen una hija (Isabelle Huppert) casada con un inglés al que no parecen tenerle mucha simpatía, ambos dedicados también al negocio de la música. No, esto les atañe a ustedes también; es más, no están exentos de que les pase, parece decirnos con su habitual sadismo el director -que estudió Psicología y Filosofía en la Universidad de Viena- a través de un plano que nos muestra a la pareja perdida en una multitud expectante antes que se inicie un concierto, plano éste que espeja nuestra situación como espectadores en el cine. El plano es crucial para comprender por qué un film con todos los componentes de un drama se transforma en un film de horror, donde podemos llegar a experimentar una profunda aversión hacia lo que se nos está narrando y sus implicancias.

Anne sufre un ataque. Tras una operación, le pide a Georges que le evite la internación en el hospital. Georges acepta y se hace cargo, con lealtad y compromiso. Anne va atravesando diferentes grados de postración, algunos sobrellevados con ayuda de una silla de ruedas eléctrica (hay rastros de un humor perverso en su paseo por el departamento cuando la estrena, o cuando Georges parece bailar una danza macabra con ese cuerpo casi inerte cuyos pies apenas pueden afirmarse sobre el piso). Como Anne parece tener una aguda conciencia de la transformación que sobreviene, comienza el aislamiento y sucede algo que puede ser interpretado como un intento de suicidio (su marido la encuentra caída de la silla de ruedas, junto a una ventana abierta). Georges, de tan dedicado a su labor, ignora el acto egoísta de su esposa. Cómo va abandonar el departamento por la ventana sin llevárselo a él, sin siquiera consultarlo, con total indiferencia hacia su persona. La dedicación y la entrega del hombre son tales que deja de lado a la hija (por otra parte, una egoísta que comparte con una madre muda sus problemas inmobiliarios, problemas que se solucionarán hacia el final del film cuando se encuentre dueña de un amplio departamento parisino desierto y todo para ella). De la actitud de la hija se pueden derivar lazos hacia otros films del director como Cache (Caché, 2005) y La cinta blanca (Das weiße Band, 2009) a través de preguntas que dejaban: qué hijos criamos, qué responsabilidad tenemos al respecto como sociedad.

Una paloma se introducirá en el departamento por la ventana que Anne quiso utilizar como vía de escape a su situación. En esta primera parte del film Georges la cazará y la dejará en libertad. En la segunda parte del film, cuando el deterioro de su esposa y del lazo que la une a ella se le haga ya opresivo (pesadilla en la que Georges camina por el departamento inundado y con una mano que lo sofoca), cuando Anne ya se niegue a sorber alimentos y se los escupa en la cara, cuando ya no tenga voluntad de comunicarse y comience a desconectarse (ecos de 2001, odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) pueden advertirse cuando la desvencijada pareja chapurrea la canción infantil En el puente de Avignon; al luchar por su vida, el recientemente despabilado astronauta Bowman debe destornillar al personaje más humano del film, la computadora Hal, que se va apagando entonando una canción infantil llamada Daisy), otra paloma se introducirá en el departamento y esta vez Georges no la dejará en libertad. Cuando el hombre tome conciencia de que su esposa ya no está allí para escuchar su relato en el que narra el horror que experimentó cuando era niño y se enfermó y la madre no estaba presente para curarlo, el instinto de supervivencia -no la compasión- hará que sofocar a eso que fue su esposa sea casi un gesto natural. Este instinto homicida y su consecuencia producen un acto egoísta necesario para que Georges pueda preparar su propia partida y el film los recupere a ambos en una salida del departamento, donde ella maternalmente le dice que lleve un saquito para abrigarse de las inclemencias externas. Esta partida cuyo estatus dentro del film es incierto -¿es una fantasía, una expresión de deseos de Georges, o una forma que tiene el narrador de decirnos que ya ambos murieron?- respeta el orden en que las defunciones se habrían producido: primero sale Anne, la sigue Georges. Ese instinto homicida y su consecuencia recuerdan también el desenlace de La mosca (The fly, David Cronenberg, 1986), en que el amado se ha transformado en un monstruo y la mujer, para proteger la huella de su amor, el hijo por nacer, debe dar muerte al que lo engendró. 

Es así como el "amor" del título del film de Haneke ha dado cuenta del afecto, el compañerismo, el compromiso, la lealtad, la indiferencia, la hostilidad, el odio y el homicidio, entre otras cosas. Y planta la semilla de que lo que nos espera como seres humanos en un mundo sin Dios, donde somos un objeto pronto a ser reemplazado por otro con la lógica de la sociedad de consumo, no es más que una promesa de degradación, una pura especulación cuyos contenidos no están muy lejanos a los de un film de horror o de uno de ciencia ficción. Y sí, este no es un caramelito que todos estén ansiosos por saborear.