16/1/17

La La Land, de Damien Chazelle



El musical estadounidense es un género que tuvo su apogeo desde el nacimiento del cine sonoro en 1927 con El cantor de Jazz, hasta fines de la década de los años 50.  Brindaba un mundo cerrado a las influencias de la vida contemporánea, un territorio de fantasía donde- en los casos más logrados, aquellos en que los números musicales estaban entretejidos con la estructura narrativa, motivados por la psicología de los personajes y el desarrollo y expresión de sus emociones, opiniones o estados de ánimo- los intérpretes se lanzaban a cantar y a bailar sin necesidad de estar sobre un escenario o dentro de los confines una representación teatral. Pero las exigencias de realismo del público fueron minando la potencia del género; con la televisión en sus casas, los espectadores tenían una ventana directa a la realidad y ese mundo de fantasía que ofrecía el género fue quedando  relegado.

En los años 60 se producían los que venían directamente de obras exitosas de Broadway –La novicia rebelde, Mi bella dama- y cada vez fueron más raros los que eran plenamente desarrollados para el cine, como en su momento lo fueron Cantando bajo la lluvia, Un americano en París, Brindis al amor o Un día en Nueva york, cumbres de un género que exigían intérpretes idóneos, grandes presupuestos, departamentos especializados en los estudios para los decorados, el vestuario, etc. En los años 70, la demanda de realismo llevó a sumar ingredientes políticos a las tramas, por lo que el ascenso nazi fue retratado a la par de la historia de la protagonista en Cabaret, o la capital de la música country se transformó en el escenario de un magnicidio (Nashville). En los últimos años de esa década y durante la siguiente, los musicales se producían para vender un disco (Fiebre del sábado por la noche, Xanadú, Flashdance, Footlose), y en los 90, casi desaparecieron (hay que recordar la Evita de Alan Parker entre la hilera de dibujos animados de Disney como La sirenita, La bella y la bestia, Pocahontas, etc.).
Unos quince años atrás se los intentó resucitar – la centrifugadora aquella llamada Moulin Rouge; Chicago y todos sus Oscars- pero el género no logró captar las apetencias del público. Ahora aparece La La Land, con la alquimia mágica entre sus intérpretes –la formidable y carismática Emma Stone, y el dúctil Ryan Gosling- y su homenaje a la ciudad de  Los Ángeles. Un romance entre jóvenes artistas –una actriz, un pianista jazzero- que buscan el éxito y no traicionar sus ideales pese a las exigencias que plantea la vida cotidiana.
Hay ecos en el film de Chazelle  de New York, New York de Martin Scorsese –no sólo por el tributo a una ciudad- , y Uno desde el corazón (Francis Ford Coppola), dos proyectos malogrados de dos grandes artistas que -buscando la experimentación y el homenaje  dentro del género- apostaron al exceso (el  film de Scorsese tenía un número musical protagonizado por Liza Minnelli que duraba 15 minutos y fue cortado para el estreno; Coppola terminó en bancarrota debido a su megalomanía y el desbordado presupuesto invertido). Ambos trataban sobre las relaciones amorosas entre artistas que luchaban por encontrar un lugar en el mundo del espectáculo en medio de decorados artificiosos y excesos emocionales.
También en la banda sonora de La La Land se escuchan ecos de las partituras que  escribiera Michel Legrand para dos de los grandes musicales europeos realizados especialmente para la pantalla, Los paraguas de Cherburgo y Las señoritas de Rochefort, ambos del maestro Jacques Demy, y protagonizados por una juvenil Catherine Deneuve.
¿Más influencias? Hay mucho de Woody Allen aquí, en las idas y venidas románticas de la pareja,  como en las alusiones a su musical Todos dicen te quiero, también protagonizado por grandes actores que no tenían el canto y el baile como sus especialidades, amén de que Stone estelarizara dos de sus últimos films. Si el gran Woody podía ambientar un número musical en la morgue de una funeraria, aquí se lo hace en un planetario y los personajes se lanzan a volar como lo hacían él y Goldie Hawn en la secuencia final de aquel film. 

Homenajes directos a Rebelde sin causa de Nicholas Ray, protagonizada por los íconos juveniles James Dean y Natalie Wood –grandes estrellas de su época-, y a la mítica Casablanca. El personaje de Emma Stone es fanático de Ingrid Bergman y tiene un poster de ella en su habitación; Gosling  en su caracterización tiene mucho de la melancolía de Bogart y quiere regentear un bar como lo hacía Rick en aquel exótico lugar. Chazelle también –con variaciones- toma prestado el final de esa historia, pero le agrega una coda  que hace que salgamos exhilarantes del cine: un homenaje a los grandes ballets abstractos de Un americano en París, Brindis al amor, Nace una estrella, y otros clásicos musicales de los años 50.
La puesta en escena del film es realmente brillante, no sólo por sus colores hiper realistas y el diseño abstracto de sus calles y parques vaciados de seres humanos para la ocasión, también por los acrobáticos movimientos de cámara que –mediante mucho montaje invisible y digital producen una sensación de continuidad y fluidez inexistente en films como Chicago, donde el montaje a lo MTV encandilaba el ojo pero servía para disimular las carencias de sus intérpretes y agotar al espectador.
Pese a la publicidad y al deslumbrante número inicial en la autopista, hay que decir que el tono de la película no es burbujeante como el champagne, sino predominantemente melancólico. El realismo sigue siendo una exigencia y, en el mundo de hoy, que el romance quede relegado por las demandas laborales y artísticas no es ninguna novedad, como ya lo ejemplificara el mismo Chazelle en su film anterior.

Elle, de Paul Verhoeven

Una mujer es violada brutalmente en su departamento. Se recompone rápidamente, se da un baño de inmersión. Un rato más tarde, sale a cenar con amigos y comenta lo sucedido con la naturalidad de quien dice que ha comprado un kilo de papas en la verdulería, para sorpresa de sus oyentes. El espectador intuye que algo no funciona bien… más si la protagonista es interpretada por la más grande de las actrices francesas, Isabelle Huppert, conocida por sus papeles de mujer perversa y retorcida en los films de Claude Chabrol (Violette Noziere, donde interpretó a una parricida) o de Michael Haneke (La profesora de piano, Amour). Será peor cuando nos enteremos que, mientras investiga quién pudo ser su atacante, veamos que no es por puro afán de venganza sino porque puede tener un fuerte deseo de que la situación se repita… porque la disfrutó.

Este thriller sardónico, con mucho de crítica de costumbres a la sociedad contemporánea, tiene la firma del holandés Paul Verhoeven, responsable de films tan recordados como Robocop (la original), Bajos instintos, El vengador del futuro y Showgirls, en su etapa estadounidense; las altamente eróticas El cuarto hombre, Delicias turcas en su primera etapa europea. Director innovador por un toque en el que lo popular se mezcla con lo cínico, vuelve tras diez años de ausencia. Lo último que había realizado era una historia brutal sobre los nazis en Holanda contada como si de un cómic se tratara (El libro negro).

La alianza Huppert-Verhoeven funciona de maravillas y no ahorra sorpresas al espectador. La francesa es la dueña de una empresa creadora de videojuegos ultraviolentos, tiene un hijo que se relaciona con una muchacha que puede hacerle sombra con sus actitudes de sociópata, un ex marido que es un títere en sus manos, una madre de ansias juveniles y cuerpo muy mayor, una amiga que es más que una amiga, y un amante al que usa y descarta con la facilidad con la que uno se quita un guante. Y, como si fuera poco, tiene un pasado tan tremendo que es difícil de imaginar. Pero vive sola en un caserón gótico y se excita espiando a sus vecinos desde la ventana con un binocular mientras espera el caballero de armadura negra que le hará morder el polvo.
Seleccionada por Francia como su representante en los próximos Oscars, Elle nos trae a una mujer de hierro, una Robocop de los tiempos que corren, que se reconstruye una y otra vez ante los embates más extraordinarios que la vida cotidiana puede presentar, y se hace cargo de los deseos más turbios que el alma humana puede encerrar.

Sully. Hazaña en el Hudson, de Clint Eastwood


Basado en la acción del piloto Chesley Sullenberg, que en 2009 logró que su avión acuatizara sobre el río Hudson, evitando la muerte de 155 pasajeros, el nuevo film de Clint Eastwood tiene muy poco para ofrecer. Nadie puede decir que no sea un film correcto, indigno de los antecedentes de quienes lo realizan, pero el nivel de redundancia y banalidad para rellenar una crónica periodística y transformarla en la épica de un sólo hombre que -desafiando las órdenes de la torre de control, toma sus propias decisiones- agotan al espectador durante los 95 minutos de duración.


Si bien los efectos especiales son dignos de destaque, la reiteración de la secuencia del aterrizaje, con toda su espectacularidad, no alcanza para dotar de adrenalina el relato. Para peor, las escenas de juicio y los diálogos telefónicos del protagonista con su esposa -una desperdiciada Laura Linney- parecen extraídos de la más rutinaria de las series televisivas. Tom Hanks, con todo lo buen actor que es, no alcanza para llenar los baches. Ya lo hemos visto hacer de héroe anónimo unas cuantas veces -este mismo año, en la superior Puente de espías, donde Spielberg lo llevaba al otro lado del muro de Berlín a hacer lo correcto, no sólo para su familia, sino también para la sociedad estadounidense y la democracia (Familia, Sociedad Estadounidense y Democracia, todo con mayúsculas, tal la intención de este tipo de films.)
Hanks ha sabido construir a lo largo de su extensa carrera una imagen estelar que es una amalgama del James Stewart de Caballero sin espada y del Henry Fonda de El joven Lincoln, muy apartada de sus orígenes cómicos en Despedida de soltero o Quisiera ser grande. Entonces, aparece el bueno de Tom con su cara de Droopy, totalmente canoso para la caracterización, y ya sabemos lo que viene a continuación…
Las escenas donde se apela a la construcción del héroe popular -con los concurrentes a un bar, con una empleada del hotel- resultan por demás falsas y embarazosas. Sabemos que los estadounidenses siempre necesitan de otro héroe para verse como los salvadores del mundo. Y está bien, si es un cuentito que se inventan para consumo interno. Pero esto lo vemos en las pantallas de todo el mundo…

Stranger Things



Stranger Things es una serie de Netflix que tiene la virtud de brindar al espectador un conjunto de alusiones a películas  de la década del 80, mayoritariamente de horror y de ciencia ficción. Si con los primeros minutos uno cree que la cosa va a ir para el lado de Steven Spielberg –por el poster de Tiburón en la habitación de uno de los protagonistas y los recorridos en bicicleta de los jóvenes por zonas boscosas que remiten a E.T. el extraterrestre- pronto el tono predominante se transforma en el de John Carpenter, más oscuro y viscoso. Desde la música electrónica de los títulos hasta el barniz clase B que impregna cada fotograma recuerdan el universo del director de Noche de brujas y El enigma del otro mundo.
La narrativa habla de niños curiosos y un tanto freaks que disfrutan de esos productos y juegos relacionados –los de Star wars, los de Dungeons and dragons-  y los reviven en sus reuniones, hasta que uno de ellos desaparece en un mundo paralelo (¿Recuerdan Poltergeist, juegos diabólicos?). A partir de ese momento, los otros tres se pondrán a buscarlo, al igual que el jefe de policía del pueblo, la madre del niño y su hermano, todos personajes de alguna manera con daño psicológico o problemas de adaptación. El policía está habitado por el recuerdo de su hijita muerta, la madre del niño tiene comportamientos que rozan el delirio, el hermano es muchacho hosco y retraído por una infancia difícil y un padre que se desinteresó de su familia. Entre las víctimas, el niñito es caracterizado –por su propia madre- como muy sensitivo y queer,  y una adolescente pelirroja y gordita, que no se prende en las actividades de relación propias de su edad, también será engullida por ese espacio dark, una especie del otro lado de un espejo siniestro. También están los personajes adaptados a las reglas de la sociedad,  como la madre de uno de los niños, casada por comodidad y seguridad, llegando tarde a todos los acontecimientos. Luce un peinadito a lo Farrah Fawcett y un marido apático. Bien valorados serán los que se desplacen de esa zona de confort hacia la aventura, como su hija y el novio de ésta, uno de los ricachones del pueblo, estrella del deporte de la secundaria.
El trío de púberes consiguen una aliada insospechada en Eleven, una niña rapada con poderes paranormales y un pasado por demás misterioso, relacionado con los villanos de turno, una división de la CIA.  comandada por el doctor Brenner, interpretado por Matthew Modine, famoso por sus roles en Birdy y Nacido para matar, de Stanley Kubrick. La niña es uno de los puntales del programa, cada una de sus apariciones –dado por lo bien delineado de su personaje como por la capacidad interpretativa de Millie Bobby Brown-ejerce gran fascinación.

Una de las mejores secuencias es la que se da en casa del muchacho ricachón que intenta seducir a la joven adolescente, acompañada por su amiga gordita. El montaje alterna el momento de la iniciación sexual con la abducción de la amiga por la monstruosa criatura que domina el otro mundo.
Stranger Things resucita a Winona Ryder, con poca actividad después de su pequeño rol en El cisne negro y sus problemas de cleptomanía que le valieron titulares en la prensa mundial. Estrella juvenil de fines de los 80 y de la década del 90, tuvo grandes papeles en El joven manos de tijera, La edad de la inocencia, Chica interrumpida y Alien 4. Después, su estrella fue decayendo. Aquí brinda toda su capacidad interpretativa a la madre que busca a su hijo y a la que nadie le cree que puede comunicarse con él.
Sin embargo, el mayor placer que depara la serie creada por los hermanos Duffer –cuyo mayores antecedentes son un cortometraje galardonado y el largo Hidden, del año pasado- es el reconocimiento nostálgico de las alusiones a esas películas que nos hacían divertir 30 años atrás, ya sea a través de la pantalla del cine o de los videos que alquilábamos. Hay capullos y monstruos con guaridas parecidas a las de Alien, tanques de inmersión que recuerdan a los que utilizaba el científico de Estados alterados, niñas con poderes telekinéticos (Stephen King y su Carrie  privilegiados en la construcción del personaje  de Eleven), paisajes mentales con efectos especiales como los de Bajo la piel, juegos con luces y sonidos como en Encuentros cercanos del tercer tipo, etc.
El final deja un anzuelo para una continuación. Los espectadores, agradecidos.

Krisha, de Trey Edward Shults



Hay films que provocan horror sin pertenecer a ese género; no tienen por protagonistas monstruos, fantasmas, exorcismos, eventos paranormales… O quizás sí los tienen, pero de manera metafórica. De hecho, el film de Trey Edward Shults, es un drama sobre una mujer sesentona que ha estado separada de su familia por una década, dados sus altibajos emocionales que la han hecho dependiente de distintas sustancias. Una reunión del Día de Acción de Gracias posibilita que Trisha vuelva a acceder a la casa de su hermana, donde será la encargada de preparar el pavo que los asistentes compartirán. La comida, de más está decir, jamás llegará al estómago de los invitados.
Aparentemente limpia de sus adicciones, Krisha es un manojo de nervios. Un largo plano secuencia la acompañará desde su auto hasta el interior de la casa donde se abrazará a sus familiares, uno de ellos su hijo, que optó hace años por vivir con sus tíos. Pero ya en esa primera toma, el espectador intuye que las cosas no se desenvolverán a la manera de las comedias de reconciliación tan a la usanza del cine mainstream estadounidense. Este es un film independiente, ganador de varios premios en distintos festivales,  y al ponernos en la perspectiva de la protagonista nuestros sentidos serán asaltados por lo terrores que la asolan, amplificados desde la banda sonora o desde la cámara, que destila paranoia con sus movimientos y angulaciones.

Entre los apuntes de interés que se  acumulan, baste nombrar que varios miembros de la familia que aparentan una sana conducta emocional y a los que nadie les cerraría la puerta en la cara, despliegan una violencia en su trato y unas cuotas de ansiedad que hacen quedar a Krisha como una niña exploradora perdida en el bosque.
Digna parienta de Réquiem por un sueño, afiliada por sus desbordes emocionales a la herencia que dejara John Cassavetes –padre del cine indie en los Estados Unidos-, el film de Shults ofrece un despliegue formal infrecuente en este tipo de producciones, y un guión elaborado con suficientes datos para que veamos qué provoca el malestar de la mujer, las causas de su origen en la historia familiar, sin necesidad de largos parlamentos explicativos, sólo a través de la interacción de los personajes. Como nota al pie, vale resaltar que el film se realizó en tan sólo 9 días, y varios de sus actores no son profesionales y tienen relaciones de parentesco con el realizador.  

Perro salchicha, de Todd Solondz



El nuevo film de Todd Solondz (Happiness, Bienvenidos a la casa de muñecas, Storytelling) es una sátira que sigue el recorrido de un perro salchicha a lo largo de episodios que representan cuatro edades del hombre: la infancia, la primera adultez, la mediana edad, la vejez. Acá no importa si se trata del mismo perro, si el animal es real o un efecto especial, lo que importa es la intención satírica del realizador, gustoso de difuminar las fronteras de la corrección política.
El primer episodio cuenta la historia de un niño enfermo al que le consiguen una mascota a la que cuidar (mejor cabría decir “torturar”). El padre, sumamente autoritario, recomienda adiestrar al perro como se educa a un niño: “quebrando voluntades.” La madre (una rellenita Julie Delpy, lejos de la Antes del amanecer y sus secuelas) mantiene diálogos delirantes con el pequeño sobre la necesidad de castrar a los animales. En este contexto, una inofensiva barra de cereal puede provocar un desquicio de proporciones cósmicas. 

El segundo episodio tiene por protagonistas a la actual musa del cine independiente, Greta Gerwig (Mistress America, Frances Ha, entre otras), y a uno de los hermanos de Mi pobre angelito, Kieran Culkin (Las locuras de Igby), como una muchacha desahuciada con nada mejor en la vida que acompañar a un compañero del secundario –al que no veía desde hace años pero al que siempre deseó en secreto- en un viaje donde lo menos insólito con lo que se topan es con un matrimonio de chico y chica down. Aquí, los problemas de incomunicación entre los personajes alcanzan un nivel ensordecedor, adoptando conductas de manual para enfrentar las más sencillas de las situaciones.
Tras un intermedio entre juguetón y excéntrico, donde el perro salchicha vende pochoclos, el tercer sketch nos devuelve al gran Danny DeVito (director y protagonista de Tira a mamá del tren y La guerra de los Roses, gran cómico en Por fin me la quité de encima y Gemelos, inolvidable Pingüino en Batman vuelve) como un hombre en las postrimerías de su carrera profesional de guionista, enseñando en una escuela de cine donde nadie tiene mucha idea para qué se filma. No es el más logrado de los cuatro episodios, aunque tiene un remate espectacular que gira en torno al can. 

Finalmente, la excelsa Ellen Burstyn (que hiciera de madre tanto en El exorcista como en Réquiem por un sueño, y que ganara el Oscar a la mejor actriz de la mano de Martin Scorsese en Alicia ya no vive aquí) tiene la oportunidad de encarnar a una octogenaria cínica, que debe desprenderse de grandes cantidades de dinero para que su disfuncional nieta (Zozia Mamet) la visite y los fantasmas de todo lo que desdeñó en su vida no la atormenten.
El cine de Solondz no es para todos los estómagos, aunque en esta ocasión no llega a los filos de Happiness, donde un psiquiatra tiene la fantasía de salir con una escopeta y matar a la gente que pasea por el parque, o las aberraciones de Palimpsesto, donde ¿casi? se aboga por el abuso sexual infantil. Sí que en Perro salchicha hay varias posibilidades de que el espectador experimente emociones contradictorias y sensaciones de vergüenza ajena ante varias de las situaciones que se narran con una mirada sostenidamente cruel y aséptica, a la vez. No es poco, dado lo que el cine tiene para ofrecer hoy.