18/3/17

Jackie/Manchester junto al mar



El duelo es uno de los procesos emocionales más duros que debe atravesar un ser humano, más cuando se trata de la pérdida de un ser querido. Hay distintos matices; no  es lo mismo si la pérdida se relaciona con la avanzada edad del que parte,  o deviene de una larga y dolorosa enfermedad. Cualquiera sea el caso, el dolor nos embarca en un proceso que nos acompaña por un tiempo mientras elaboramos la ausencia, de la manera en que podemos hacerlo, a través de distintas manifestaciones.

Dos películas recientes se ocupan de esta temática, con protagonistas que enfrentan situaciones excesivas, por lo inesperadas y traumáticas. Jackie, el film del director chileno Pablo Larraín, se relaciona con la semana posterior al magnicidio del presidente estadounidense  John Fitzgerald Kennedy. Y tiene por protagonista a su viuda, interpretada con gran maestría y riesgo por Natalie Portman, ganadora del Oscar por El cisne negro. El marco es una famosa entrevista que la reciente ex Primera dama otorgara a la revista Life, donde junto con el periodista se dedica a transformar al difunto en una leyenda, estableciendo nexos con otros nichos de la historia de su país y con una comedia musical.
Existe una larga tradición de temas que resultan urticantes para los estadounidenses –Jackie fue admirada cuando fue Primera Dama, idolatrada cuando perdió a su marido y, más tarde,  vituperada, al casarse con el millonario Aristóteles Onassis- y que terminan en manos de directores de otras nacionalidades haciendo sus primeras armas en Hollywood. No hay más que recordar al inglés John Schlesinger por Perdidos en la noche (Oscar a la mejor película y al mejor director en 1970, calificada en su momento como pornográfica), que se animaba con el tabú de la homosexualidad. O a otro inglés, Alan Parker, haciéndose cargo del Ku Klux Klan y sus derivaciones, en la ultra nominada Mississipi en llamas. ¿Qué cabía esperar de Larraín, responsable de una trilogía de films relacionados con la dictadura de su país – Tony Manero, donde un asesino serial ocupaba la centralidad del relato como referencia oblicua a los asesinos que gobernaban- , Post Mortem –donde se metía con la autopsia del presidente Salvador Allende-, y No, con los enjuagues detrás del plebiscito que enfrentó a Pinochet en 1988?
¿Qué podía traerse entre manos un realizador joven, nacido en 1976, que en El club se metió con las prácticas de la Iglesia Católica en su país, cuando resguarda a los sacerdotes pederastas, a través de una ficción descarnada?

Jackie ha terminado siendo la película más arriesgada estéticamente de las producidas este año para la cosecha de los Oscars, al transformar –bajo la excusa del duelo y del trauma- a una de las mujeres más admiradas de su época en una especie de monstruo proteiforme, una especie de Joan Crawford –hay que fijarse en cómo tiene pintadas las cejas la Portman- en su etapa de decadencia, atenta a cada detalle de la ceremonia del entierro de su marido, consciente de que es responsable de una puesta en escena histórica donde hasta los hijos del matrimonio son manipulados como soldaditos de juguete. También es la mujer que –en su deriva-  pide consejo a un sacerdote –el admirable John Hurt, en uno de sus últimos papeles. La que deambula  víctima del embotamiento y el dolor en el caserón gótico en que se ha transformado la Casa Blanca, perseguida por sus propios fantasmas, a la vez que se ve reflejada en un famoso documental donde fue la modosita guía de la teleplatea estadounidense por cada vericueto del edificio, una cicerona reconocida por su buen gusto y preparación para obtener un buen partido, ícono de la moda y del comportamiento para millones de  mujeres, que rivalizaba a nivel mundial en fama con figuras de la talla de Elizabeth Taylor y Marilyn Monroe (cuya voz imita en una de sus múltiples reconstrucciones de Ave Fénix.)

Larraín, con ayuda de uno de sus productores –Darren Aronofsky, todavía recordado por Réquiem por un sueño- se da el gusto de alejarse del documento histórico para solazarse con vicios expresionistas –el mareo que experimenta la señora Kennedy al descender del avión en Texas ese infausto día-, apuntes camp (las cejas, los manierismos, el vestuario no siempre impecable y el peinado famoso abollado en más de una ocasión, las trazas de diva y de obsesiva del control, los acercamientos milimétricos a los labios de su asistenta, las alusiones a la comedia musical) y el gore más explícito para la revisitada escena del horror.
Por su parte, Kenneth Lonergan en su opus tercero –tras las maravillosas Puedes contar conmigo y Margaret- nos regala un relato clásico sobre un inadaptado que, de a poco, irá revelando las causas de su malestar. Manchester  junto al mar cuenta la odisea de un hombre que debe regresar al pueblo que lo vio nacer para hacerse cargo del entierro de su hermano y, posteriormente, ejercer la tutoría de su sobrino, menor de edad. El conflicto radica en que el personaje no puede consigo mismo, porque carga con un dolor insondable, lo que da a Cassey Affleck la oportunidad de demostrar una vez más que es uno de los mejores actores estadounidenses (ya lo habíamos notado en El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford y en Desapareció una noche, ésta última dirigida por su hermano Ben, que en el reparto familiar se quedó con la apostura y ciertas virtudes como realizador, pero como actor es uno de los peores que pisan el suelo de Hollywood.)  

En su clasicismo, el film sigue el modelo del debut de otro actor, el taquillero Robert Redford, que en 1980 se quedara con el Oscar al mejor director y a la mejor película (derrotando nada menos que a El toro salvaje, Tess, y El hombre elefante, es decir, a Scorsese, Polanski,  y Lynch, respectivamente.)  Gente como uno narraba con modestia las consecuencias del duelo en una familia bien posicionada económicamente ante la pérdida del primogénito en un accidente. También tenía muy buenas interpretaciones de la recientemente fallecida Mary Tyler Moore (en contrapelo de la imagen agradable que había construido en su estrellato televisivo), Donald Sutherland (el padre preocupado que intuye que puede perder otro hijo si no interviene en la sorda batalla entre el muchacho y su esposa), y un joven Timothy Hutton, que se quedó con el Oscar (arrebatándoselo a Joe Pesci, nominado por El toro salvaje). En cuestiones formales, el film de Redford también recurría a un tema musical clásico – el Canon de Pachelbel, popularizándolo a niveles estratosféricos- y a un relato de corte naturalista, donde todo estaba encuadrado con regla –tal como convenía a la frialdad emocional reinante en el ambiente en transcurría la acción- sin que nada interfiriera con la historia narrada. A la larga, junto con El dilema y Nada es para siempre, ha quedado como lo mejor de Redford como director.

Ante la comparación, el film de Lonergan no tiene nada de qué avergonzarse. Proveniente del teatro, sus ficciones suelen ofrecer personajes muy bien delineados y conflictos muy bien planteados, extrayendo lo mejor de sus actores. Quienes gocen con este drama tienen muy recomendadas  las otras realizaciones del director, en especial Margaret, que posee una potencia inusual y plantea cuestiones éticas que la hacen muy relevante en los tiempos que corren.